Se nos ha muerto Bukowski, el último Henry Miller, poético y ácido, rotundamente brutal, de lo mejor que nos había dado en mucho tiempo la literatura norteamericana; un genio, vamos. Hablo en plural porque, siendo el tema la muerte de un individuo, se trata de un pérdida colectiva, aunque este artículo –un obituario de urgencia– no se escribe con ánimo lacrimoso. Todo lo contrario. Bukowski era un despojo viviente desde hacía ya varios años y a pesar de reformar su vida y aburguesarse –tampoco era demasiado difícil; cualquier mejora ya era un progreso en la escala social–, su final, el cáncer, la raspadura de sus entrañas, era su previsible destino. Demasiado aguantó aquella vida mítica de bebedor inmortal, aquella existencia golpeada y las estampas de perdedor con encanto, abrazado a un fracaso estético, candidato acelerado a la cirrosis, berbiquí sexual en sus largas noches de imaginación.
Era un cafre. Le gustaba denominarse poeta. Aunque escribió muchos libros de versos, algunos excelentes, la parte más conocida de su obra son los relatos y las narraciones en las que nos enseña el mundo de las cantinas de la modernidad, que siempre son sórdidas: bares solitarios llenos de perdedores, animados por las ocurrencias de seres obsesivos que, solos, se pudren a base de buches de whisky o devoran octanajes de cerveza en lata a la espera de ganarle la partida al tiempo o intentar echar un polvo que casi nunca era gratis. Se disfrazó de Chinaski, su alter-ego, un poeta de nariz rojiza y rota, eternamente resfriado por la lluvia del bourbon, despistado, un escritor maldito al que adoraban las estudiantes con cierto perfil intelectual, las inquietantes flores de las facultades de Letras, con gafas a lo John Lennon y jerseys grises. Ninfas enfermizas que lo leían entre el escándalo y la inmensa libertad que él, ahora difunto, utilizó para retrarse y retratarnos. Sorprendernos.
Durante unos años fue un escritor de moda. Acaso con un público no masivo, pero fiel, eminentemente devoto. Yo lo descubrí en una época de desafueros, cuando uno se buscaba en los libros y éstos le remitían ineludiblemente a ciertos bares. En el fondo Bukowski tenía razón: en algún momento del día había que dejar de leer y levantarse para ir, todo ancho, en busca de la borrachera cotidiana, necesaria según su doctrina para poder escribir una obra maestra o, en su defecto, algún texto que deslumbrara a alguien susceptible a ser deslumbrado. Es complicado de explicar para quienes no han pasado el calvario que consiste en salir, no encontrar a nadie y volver a casa feliz con una cogorza suficientemente grande como para darse cuenta que la fórmula-del-bebedor-que-además-es-un-genio-literario era, cuanto menos, cuestionable.
El primer libro que leí de Bukowski fue una novela: Mujeres. Era larga y extraña, porque cada capítulo venía a contar más o menos lo mismo pero de forma diferente. Son relatos cortos, concisos, sin retruécanos, tan objetivos como permite el hastío y tan irónicos como la moral propia califique. Después vino La máquina de follar, título a las claras que algún crítico denominó dirty realism y a mí me pareció algo mucho más simple; sexo, drogas, alcohol y lo que buenamente se pillara por el camino. Sin más ciencia. A pesar de todo era un libro encantador, lo mismo que Cartero y Hollywood. El poeta borracho, el barfly, no pasará al canon de la posteridad literaria ni ocupara espacio alguno en los libros de texto de los escolares norteamericanos –¿estudian todavía poesía?–. Se olvidarán de él. Casi mejor así. Su posteridad no podría estar fundada –me temo– más que en lo anecdótico, que es el personaje que él mismo encarnó: el loco que rechazaba la educación, el trabajo y hasta la ironía del gran Tom Wolfe. Un auténtico lírico de cuarto de baño.
Por supuesto, esta imagen oculta al verdadero Bukowski: un escritor rotundo que se exprimió a sí mismo como una naranja cuyos gajos terminaban cayendo siempre en una cisterna. Escribió sin cursilerías, sin intelectualismos, sin más poesía más que la de la vulgaridad, que nos es común a todos. Compuso versos cortados sobre el lado salvaje al que cantó Lou Reed, los sucios bulevares en los que sus personajes se emborrachaban con la esperanza de saber que , después de los disgustos y las punzadas de la vida, conseguirían al menos llegar a ese paraíso que consiste en dormir la borrachera. Su vida fue la escritura. Hace mucho tiempo que no encuentro otra literatura más llena de vida y horror que la suya. Quizás por aquello que escribió Dylan. It´s all right ma, It´s life and life only.
[Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía]
[15 de Marzo de 1994]
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