Nadie puede afirmar con seguridad para qué sirven las novelas. Y, menos que nadie, los autores que se dedican a escribirlas. Hay quien piensa que crear una narración es un mero entretenimiento o una vieja tradición en retroceso. Otros creen que las novelas tienen que ser un reflejo fiel de las preocupaciones colectivas de una sociedad. Existen aquellos que desechan el poder del realismo y otros que se rinden al sortilegio (eterno) de las fábulas. Puede incluso que todavía sigan vivos, aunque sea en fase menguante, algunos de los devotos de las novelas de tesis, cuya tarea era enunciar un mensaje trascendente a la humanidad, igual que el Sumo Pontífice dicta su bendición urbi et orbe desde el Vaticano. Desde hace más o menos dos décadas se publican cada año centenares de libros que, cobijados bajo la apariencia de los relatos culturales, encierran manifiestos individuales o contienen descargos de conciencia, ya sean a favor de cualquier clase de identidad –sexual, cultural, tribal–; prediquen el victimismo o, lo que es más insufrible, deriven en proclamas onanistas que, emulando la vieja afirmación del feminismo –lo personal es político–, acaben concluyendo que todas las frustraciones personales son automáticamente materia literaria.
Las Disidencias en Letra Global.
