A principios de los años veinte Ortega y Gasset pronostica el cáncer definitivo de la novela. Un género en clara decadencia, según su diagnóstico. El tiempo ha pasado y ha ocurrido lo contrario: la novela ha sobrevivido a todas las vanguardias, tan pretenciosas como efímeras, y a las singulares innovaciones que en su día fueron la última moda indiscutible, sin dejar en ningún momento de ser el género más importante de los dos últimos siglos. Desde hace tiempo todo el mundo escribe novelas. O, al menos, lo intenta. Que se consiga ya es otra cuestión.
Umbral escribió en un ensayo dedicado a Gómez de la Serna: “En este país, si no se es catedrático, abogado o rico por tu casa, el que quiere vivir escribiendo tiene que hacerlo en los periódicos”. A pesar de los miles de títulos que inundan el mercado editorial todavía no ha ocurrido el milagro. Con un matiz: los periódicos ya tampoco permiten vivir de escribir. No hay lectores ni industria auxiliar. Ganarse la vida con las letras es una pesadilla. Leemos muy poco si nos comparamos con Europa. El mercado literario es limitadísimo. Y los beneficios potenciales son ridículos por la estructura medieval que todavía existe en el negocio editorial.
Y, sin embargo, muchos escritores siguen escribiendo. Intentos vanos, pero necesarios: si uno lo deja sencillamente renuncia a ser lo que es. Se suicida en silencio. En esto de la literatura, como en cualquier otro sector, existen alzas y deslizamientos súbitos. Lo mismo que en la bolsa. La poesía cotiza mucho para la crítica pero poco para los lectores. El arte de Ovidio es una anomalía dentro de la sociedad mercantilista, donde todo lo que no puede venderse no tiene valor. La poesía atraviesa el lago de Caronte. Que corren malos tiempos para la lírica es mentira. Nunca fueron buenos. Los textos teatrales tampoco dan para alimentar el estómago. El arte dramático fue el primer género en comercializarse: su propia placenta es el teatro, un espacio comercial. Sólo la novela resiste, acompañada de lo que los norteamericanos llaman libros de no-ficción. Cosa curiosa: todo libro es una ficción.
En la España de los noventa, que casi nos parece ya la prehistoria, vimos surgir a una generación de novelistas bautizada como nueva narrativa española. Nadie quiso validar tal término: cada uno de los autores se reivindicaba como una firma propia, sin incurrir en deslices grupales. En parte tenían razón: entre ellos no existían demasiados rasgos comunes, con independencia de la coincidencia temporal y el tribalismo editorial. Su interés, en cambio, sí era compartido: contar historias sin filosofar, el amor a la fábula cotidiana, la literatura como expresión autonóma. Sus formas y contenidos, en cambio, eran múltiples, diversos. Cada uno tocaba el violín a su manera, guiándose por su gusto personal y su intuición. En literatura conviene seguir a la intuición: es lo único que funciona.
Los novelistas de finales del pasado siglo nos contaron la vida privada de nuestro país, generalmente agridulce, por cercana. La realidad siempre es vulgar. Julio Llamazares, que comenzó como un poeta excelente, hizo un par de libros de viajes antológicos y algunas novelas sobre la provincia perdida. Quizás es el mejor de su quinta y, por eso, quien menos suerte comercial tuvo a la larga. Luis Landero debutó como un rayo. El tiempo atemperó su fulgor. Muñoz Molina cogió todos los billetes de la lotería de Babilonia. Se sienta en la Academia. Otros muchos –Ferrero, García Morales, Luis Mateo Díez– funcionaron siempre como escritores-guadiana: aparecían y desaparecían. En sus libros la memoria funciona como el principal recurso literario. Y éste es un país al que no le gusta nada recordar.
Los novelistas, lo sabemos, trabajan con el desecho de los historiadores. Usan los flecos con los que la historia –que es otro género de literatura, a veces fantástica– no puede construir un relato general. En esta fragmentación está el embrión de muchas novelas. El escritor de novelas se apega a lo concreto, transformándolo. Su visión de la realidad está construida mediante interludios, pero la suma de todos ellos nos arrojan, si el libro está bien hecho, una visión total del tiempo más perdurable que la historia académica.
La Rusia del XIX no se entiende sin Tolstoi y Dostoyevski. El declive del imperio español tiene un sinfín de anales extraordinarios que narran nuestra caída en desgracia, pero ninguno ha superado al Quijote. La novela es un producto de su tiempo. Interpreta la realidad de donde nace, ayudándose de múltiples mecanismos, incluso de la escasa herencia válida de las vanguardias, que es breve pero deslumbrante. Alguien dijo que no existe novela sin verosimilitud. Es verdad: un relato siempre es mentira pero debe leerse como si fuera cierto. En caso contrario fracasa, igual que en un poema si hay una palabra de más estamos ante una tragedia.
En novela los latinoamericanos nos tomaron la delantera durante el siglo XX, después de los logros –nunca suficientemente destacados– de Galdós y Clarín. La novela latinoamericana, sin embargo, es más amplia que la herencia del boom. Allí la realidad siempre ha condicionado a los novelistas. Cuestión distinta, y discutible, es el acierto a la hora de reflejarla, porque la realidad, nos lo ha enseñado el tiempo, rara vez es unívoca. Al principio los novelistas hispanoamericanos adoptaron el papel de prohombres patrióticos. Combinaban la pluma con la política, el periódico con un escaño de diputado. Se presentaban a presidentes de la República y sacudían con tribunas la opinión ciudadana. Este modelo hace tiempo que se marchitó. A un escritor ya casi nadie le hace caso. Escribir es ahora mucho más precario.
La novela funciona como un espejo cóncavo: deforma la realidad lineal para contarla desde otra perspectiva. Su fidelidad a los hechos está sustentada en esta traición. Toda un paradoja. El novelista, según Ortega, es aquel a quien mientras escribe le interesa su mundo imaginario más que ninguno de los otros mundos posibles. La libertad de estilo es tarea obligada, aunque el género permita hacer un cajón de sastre, donde todo cabe. Casi todas las novelas magistrales tienen una definición fallida, por imposible. La convención es llamarlas novelas, quizás para dejar de debatir todo el tiempo qué son. Como toda obra de arte, una buena novela se crea siempre a sí misma.
No importan las formas, ni el argumento, ni el mensaje. Importa el resultado sumado de estos factores. Hay novelas de entretenimiento y novelas de tesis. Podríamos poner sinfín de adjetivos más. Todos gratuitos y parciales. Todas ellas pueden ser excelentes si no nos estafan y no prometen lo que no pueden darnos. Decía Unamuno que la esencia del hombre no es más que su historia. La mejor forma de reflexionar sobre uno mismo consiste pues en escribir tu historia vital. Su valor será íntimo si al menos le sirve al autor para ahuyentar sus fantasmas . Pero nacerá mutilada: cualquier novela debe trascender este límite para llegar a los demás. No existen las buenas novelas encerradas en un cajón. La historia de una novela la inicia un escritor, pero no termina hasta encontrar a un lector.
[Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía] [21 de Junio de 1991]
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