Cuida tu huerto
[Voltaire]
Sevilla nunca ha tenido una Cuesta de Moyano ni esos quioscos, de gastada madera y húmedo metal verde, que todavía resisten en las riberas del Sena, donde uno aún puede encontrar grabados decimonónicos y libros de lance antiguo, milenario, casi pretérito. Siempre hemos sido una ciudad pobre, pese a las leyendas y a las ficciones que ciertos sectores sociales se han montado sobre sí mismos. Y, como bien dijera Pla, los pobres sólo podemos ser individualistas. Por eso el amor a los libros viejos y antiguos es un vicio privado y, en general, íntimo. Para algunos incluso vergonzante. Para otros, aristocrático.
No lo parece a primera vista, pero somos legión quienes todos los años pasamos por la Feria del Libro Antiguo y de Ocasión que se ha abierto hace unos días en una Plaza Nueva gélida y triste. Una maravillosa plaza de invierno en una ciudad que casi no lo conoce, porque vive en un verano perpetuo de intensidad variable que nos hace odiar nuestro cuerpo. Los libros viejos, decía, son una patología propia de lectores compulsivos: una estirpe que, como los sonetistas, cada vez tiene menos ejemplares en activo. Que te vean con un libro por la calle siempre es sospechoso (para algunos), pero que te saluden y reparen en que te has gastado el dinero que no tienes en una edición antigua de Azorín o en un ejemplar de la colección Aguilar con páginas amarillentas manchadas de no se sabe muy bien qué es bastante más inquietante.
La miseria, ya se sabe, no causa ningún efecto de seducción, mientras que el exotismo está bastante cotizado aunque sea insustancial: le basta con ser aparente. Los libros viejos no son exóticos en el sentido de que no son brillantes: se les mira siempre de soslayo, como un vicio antiguo, igual que fumar o leer el periódico (de papel) en un mundo que se ha vuelto aparentemente higiénico estando en realidad tan podrido como siempre. Con los libros viejos pasa igual que con el periodismo clásico: la inexperiencia es total desde el principio al fin. Y justamente por eso son apasionantes. Las cosas demasiado previsibles no encierran ningún misterio.
Ir a la Feria del Libro Antiguo tiene algo de esto: no sabes muy bien si vas a encontrar lo mismo que viste en el escaparate de Los Terceros o en un anaquel perdido de la casa de Antonio Castro, que son las dos covachuelas que el flâneur, humildemente, más frecuenta, salvo incursiones alejandrinas por el Pasaje de los Azahares. En general, el material es similar al habitual, pero aún así la visita siempre depara alguna sorpresa. En su demencia, la búsqueda de las rarezas (imaginadas o ciertas) es el ritual de los cofrades de esta hermandad sin Virgen ni Dios hecho carne.
Lo de menos en estas ferias librescas es la hojarasca: la organización, el escritor invitado para dar el pregón (el mismo de siempre) o las actividades paralelas que organizan los habituales con idénticos invitados y entusiasmo burocrático. Si el éxito de la Feria dependiera de su agenda social (que ellos llaman cultural) hace tiempo que la costumbre de llenar de libros húmedos alguna plaza de la ciudad hubiera caído en desuso. Si la Feria del Libro Viejo de Sevilla (que es feria sin farolillos) lleva viva desde finales de los años setenta es porque pese a la competencia y a la ignorancia, que en esta ciudad es una ración abundante, todavía hay suficientes locos para dejarse los ahorros en un volumen de papel gastado.
En unos tiempos en los que se lee en pantallas, se come en pantallas y casi todos los vicios (incluidos los nefandos) se practican moviendo los dedos sobre un tablero digital parece un milagro que uno todavía pueda encontrar, perdido entre viejas novelas del Oeste o la serie policiaca de la escuela de Barcelona, un volumen descatalogado, del que sólo se tenían vagas referencias. Un libro antiguo es la nube perfecta porque no es virtual, sino real, material e irremplazable.
Los amantes de los libros ajados no buscamos siempre joyas mayores, que apenas existen. Nos interesa también esa galaxia de alhajas menores que son los libros que vuelven a las cajas casi una semana después de ser expuestos en las librerías-almacén, donde creen que venderán más por limitar el menú a una escasa decena de títulos. Las librerías ordinarias ya no tienen fondo literario, lo cual viene ser como tener el mal de Alzheimer. La memoria bibliográfica reposa encerrada en las bibliotecas –esas otras grandes desconocidas– y una vez al año, gracias a los señores de este oficio noble y secular que consiste en comerciar con los libros anómalos, sale a la calle una mañana húmeda y brumosa de finales de noviembre. No siempre son días alegres. Pero con la compañía de un buen libro usado todo parece hermoso y sosegado. Incluido tu propio derrumbe.
Ya lo dijo –también– el maestro Pla.
“La lluvia me da ganas de leer. ¿A usted no le pasa?”.
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