“De tanto intentar abrazar las nubes/tengo los brazos quebrados” Charles Baudelaire
Celaya, el vasco de yunque dulce, el viejo que murió de forma lamentable hace no demasiados años, en la ruina, sumido en el desconsuelo, después de suplicar las limosnas que no merecía a la administración, que sólo le dio para morir en un hospital, ha pasado a la pequeña historia de la poesía española con la etiqueta, reduccionista e injusta, de poeta social. Sus libros no están casi en ningún sitio. No salen en los periódicos, ni siquiera por efemérides. Tampoco figuran en las colecciones de saldo ni han tenido la suerte de resucitar por efecto de la necrofilia comercial, a la que tan dados son algunos editores. Se le ha olvidado. Únicamente nos acordamos de él cuando Paco Ibáñez desgarra aquello de que la poesía es un arma cargada de futuro. Un arma que no da para alimentarse. Entonces los auditorios sueñan con su cabello blanco y noble, sus ojos claros, su español sencillo y sereno. Celaya: lo encuentro a veces en los anaqueles vencidos de las librerías de viejo. Generalmente en una edición barata: 300 pesetas. Las cartas boca arriba y otras cartas. [Ediciones Turner]. Un volumen escueto –116 páginas– en las que el poeta intenta salir de su aislamiento literario a través de misivas líricas que dirige a otros compañeros de oficio –Ángel González, Blas de Otero, Gerardo Diego, Buero Vallejo, Labordeta, Pablo Neruda– y a perfectos desconocidos: nombres sin rostro; por ejemplo, Ivonne o Paul, bailarines acrobáticos.
El libro, que es casi una reliquia, data de 1951. Después de su lectura se me descubre como una revelación: demuestra la falta de perspectiva de la lírica actual, centrada en los pasillos perdidos de las experiencias vitales, contadas por poetas que nadie conoce y cuya voz no consigue levantar dos palmos del suelo. La vuelta a la poesía social, tan denostada por algunos de los muchachos de la generación Loewe, como los ha llamado José Ángel Valente, se me antoja la única fórmula posible para recuperar el alma de una expresión artística que busca, en muchos casos sin éxito, pero con intensidad, la comunión poética. Que la gente entienda lo que el poeta explica: la realidad, el hombre, la muerte. Celaya inicia su librito con una cita de Neruda, el maestro:
“Hablo de cosas que existen; Dios me libre de inventar cosas cuando estoy cantando”.
Y convierte a esta regla en fin y principio de sus versos, asumiendo la necesidad de contar lo que pasa a su alrededor, en él, en los demás. Se echa encima la tarea de explicarse y explicar su entorno: “Nos estamos muriendo por los cuatro costados/ y también por el quinto de un Dios que no entendemos”. El libro sortea todos los males que hoy estancan el territorio poético: ensimismamiento, onanismo, distanciamiento de la comunidad. Nos enseña que sumergirse en la masa social, el pueblo, esa incógnita, es una exigencia necesaria para poder llamarse poeta. Todo lo demás son imposturas. Incluida esa teoría peregrina que insiste en relacionar a Celaya con la poesía política, obviando que detrás de sus versos no hay más que humanismo –sí, una forma de candidez– y toda la potencia que otorga el verbo de hierro un personaje que no quiso ser Dios y cuyo ejemplo resulta más necesario que nunca para poner de una vez a la poesía boca arriba y devolverla a la calle.
[Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía]
[18 Noviembre 1994]
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