“No ignoro que estos versos repugnarán a muchas personas porque hablan de negros y del pueblo”. No se equivocó. La maldita profecía se cumplía a diario. Existen muchas personas a las que –a estas alturas– les disgusta la poesía de Nicolás Guillén, cubano de Camagüey, en el centro mismo de la Isla, nacido en una fecha indeterminada –en realidad fue en 1902, pero eso importa poco– y pregonero de mulatos, prietos y sones. De Guillén siempre se ha dicho –para su mal– que era un escritor político, como si tal adjetivo restara valor a sus dotes líricas. Los más exaltados llegaron a llamarlo poeta panfletario. Es cierto que su ceguera ideológica –en realidad sus afectos– le hizo no cumplir con la obligación de contar ciertas cosas, no precisamente buenas, del régimen revolucionario que se hizo con el poder en Cuba en 1959. También es verdad que cometió el mismo pecado que Neruda: hacerle versos amables a Stalin. Pero ni una cosa ni la otra restan a su obra su gran mérito: transmitir la humanidad en su variante caribeña, que siempre es una humanidad cercana, derrochadora de vida, excesiva, sublime.
Guillén es un poeta humano que escribe del pueblo y busca como lector al pueblo. Sea lo que sea el pueblo. Como en el caso de Gabriel Celaya, un vasco de yunque que murió solo y pobre en España, la política en sus versos es una añadidura. No es esencial. No anula su obra. Lo que la sostiene viva es el sentimiento popular. La de Guillén no es la poética de un partido, sino la de un pueblo. Hablar de Guillén nos remite a la eterna controversia sobre qué tipo de poesía es más certera o adecuada, si la comprometida o la desnuda. Hay quien cree que la poesía es un plato exquisito que sólo es apto para momentos especiales y paladares exigentes. Los poetas, según esta tesis, serían cocineros de élite, expertos en cuadros pictóricos, en cuya obra la presentación y los ingredientes cuentan más que el resultado. Para quienes así piensan Guillén es un cocinero de pulpería, de taberna sucia, donde el único mérito que se le concede al menú sería el sabor casero. Puestos a elegir, uno siempre ha preferido comer en pulperías –o casas de comidas– que en grandes restaurantes.
Probablemente sea por llaneza. O por desconocimiento. Pero también por pura intuición, que en poesía, y en casi todos los asuntos de la vida, me parece la mejor regla de medir posible. La llaneza, la claridad, el prosaísmo consciente de la poesía de Guillén no le quitan fuerza poética a sus libros. Todas sus cualidades siguen, pasados los años, intactas. Guillén carece del simbolismo telúrico de Neruda, pero aporta una capacidad adjetiva, expresiva e hiriente similar a la poesía de Lorca, al que jamás se le ha tenido como un poeta político, siéndolo por lo menos igual que Guillén. El paralelismo entre ambos es fecundo. Ambos comenzaron su carrera literaria con libros –digámoslo así– inocentes. En el caso de Guillén la ingenuidad era falta de oficio, porque la poesía, como el periodismo y la literatura, es un oficio. Sus primeros libros, vistos con el tiempo, destilan un modernismo de cartón piedra. Un ejemplo es Cerebro y corazón, donde la retórica parece justamente lo que no debe: artificio.
Algunos de los peores poemas del mundo están en este libro, donde Guillén se estrella una y otra vez contra la pared sin conseguir expresarse. Su mérito, sin embargo, consistió en asumir esta falta de oficio, cosa que otros escritores son incapaces de hacer. Silenció su voz, dejó pasar el tiempo, leyó y se dedicó –como tantos otros poetas ansiosos– al periodismo, que lo mezcló con la vida terrestre de las afueras. De este retiro volvió un poeta mayor. Su voz, hasta entonces prestada, emergió de sus entrañas. Su poesía se hizo sincera, concreta. Y desarrolló un sentido del ritmo –que es el secreto de la escritura– cuya máxima expresión son los poemarios Sóngoro Cosongo y West Indies Ltd. En otro libro –Motivos del son– convierte el ritmo de sus versos en pura música. No es gesta menor en un país donde la música es como el aire: está en todas partes. Criticar a Guillén por sus ideas políticas es criticar al hombre. Al poeta difícilmente se le puede negar su talento para describir el territorio sentimental de los Trópicos Utópicos:«Cuba, palmar vendido/sueño descuartizado/duro mapa de azúcar y de olvido».
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[11 octubre 1996]
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