La vida es lo que te pasa por delante mientras haces el periódico. Un buen día el diario que siempre habías querido desaparece (aunque siga publicándose; esto ya es lo de menos) y te quedas solo, desnudo frente a la vida, tan ancha como ajena. Da cierto vértigo. Aunque mirándolo despacio, con sosiego, la inseguridad repentina nos regala una grata enseñanza: la existencia y la libertad valen bastante más que cualquier periódico. El problema, de cualquier forma, no es del mundo. Nunca lo es: el mundo siempre ha sido así. El problema sólo es de uno. De nadie más. Por otra parte, el pecado original resulta a todas luces imperdonable: no debe quererse como si fuera algo propio aquello que en realidad siempre fue ajeno. Es un lujo que uno no puede permitirse ni en el orden espiritual. Aunque sin experimentar por lo menos una sola vez en la vida este noble sentimiento no es posible construir nada perdurable. Puro. Auténtico. Mucho menos un diario, que debe ser el espejo de la realidad.
Al cabo, hay que darle la razón a Dylan:
“En la vida no existe ningún orden moral. La moralidad aquí no tiene nada que ver. Existen la virtud y la bajeza. Punto. El poder se basa en la fuerza bruta: haces lo que otros te dicen, quienquiera que seas. Si no pasas por el aro estás acabado”.
Y sin embargo es necesario desobedecer. Hacer lo que crees. Decir lo que piensas. Ser tú mismo. Es la única manera de no traicionarte, aunque para ello caves tu propia tumba y, al terminar el agujero infinito, al que casi te cuesta verle el fondo, te recuestes satisfecho sobre la tierra, generosa y húmeda, y sonrías frente a los que aún te miran sorprendidos porque en mitad del duelo no entienden, ni entenderán nunca, que ciertas variantes azules de tristeza pueden ser fértiles. O que el único refugio posible ante la tempestad consista justamente en reírte de tu propio sepelio. Al fin y al cabo, quizás no seas el único cadáver del cementerio. Que reposes en un mausoleo egregio o en una sencilla tumba de piedras gastadas en un camposanto provinciano es lo de menos: la muerte nos iguala a todos y el tiempo es el mismo enemigo ecuménico, imbatible.
Hace casi catorce años un grupo de locos fundamos un periódico en una ciudad donde no se lee, en la que la cultura se desprecia con el entusiasmo que sólo permite la ignorancia y la pertenencia a los falsos linajes se valora mucho más que los méritos individuales. Una gesta. Fue un periódico que, como dijo su fundador, el mejor periodista que he conocido y conoceré, pretendía caracterizarse más por lo que diría que por lo que callaría. Un periódico con una voz propia. Honorable.
El periodismo es un oficio sencillo. Por eso es tan difícil: consiste en contar la verdad. ¿Qué pasa cuando la verdad resulta demasiado terrible? Debemos contarla igual, incluso aunque no tengamos sitio donde hacerlo y nos toque de lleno el corazón. El periodismo, tal y como lo concebíamos hasta ahora, se está muriendo. También puede que sea verdad lo que cuentan: quien agoniza sólo es la industria tradicional de los periódicos, no el periodismo. Las víctimas de la guerra, sin embargo, no cesan: en los últimos años más de ocho mil profesionales, algunos de los mejores de la historia reciente, han sido despedidos, destruidos, lanzados al vacío de los lunes como resultado de los ajustes adoptados por las empresas editoras. ¿Todo este sufrimiento sirve para algo? No lo parece. Sólo es una amputación terminal en un cuerpo maltrecho. Acaso sea el preámbulo del fin.
Se dan multitud de excusas. Justificaciones. Algunas son ciertas. La crisis económica aceleró el deterioro. El cambio de paradigma que impusieron las nuevas tecnologías aumentó el desconcierto general. Pero sólo son los elementos accesorios de una trama mayor: el cáncer era previo, estaba dentro del cuerpo, junto a los órganos vitales, y se le veía avanzar, con constancia, todos los días. Sin fatiga. No ha desaparecido. Por eso será mortal. No se trata de ningún enemigo misterioso. Es un asesino demasiado visible. Se le adivina recordando algunas de las lecciones básicas. Por ejemplo: no debe proclamarse aquello de lo que se carece. Otra: la incoherencia sostenida en el tiempo destruye la verosimilitud, que es el requisito básico que necesita la credibilidad. El elemento esencial del periodismo. No es raro lo que nos está pasando. Sucede solamente que está siendo más rápido de lo esperado. Nada más.
El día antes del ajuste de cuentas con la realidad un grupo de compañeros, algunos de ellos amigos de mil batallas, gritaba por las calles de Sevilla que sin periodistas no hay democracia. Me cuesta darles la razón. No porque su grito me parezca inútil, todo lo contrario, sino porque lo que yo me pregunto es si la democracia actual, que es más bien una partitocracia sin principios, necesita realmente al periodismo de verdad, que siempre debe ser impertinente. Sinceramente no creo que seamos tan importantes, lo que no implica que no tengamos importancia. Son cosas distintas. A los periodistas no nos ha elegido nadie. Lo nuestro es un puro ejercicio de voluntad: nos elegimos a nosotros mismos el día que decidimos dedicarnos a esto, acaso con demasiadas cosas en contra y todo un océano de advertencias previas. Esto es lo extraordinariamente valioso: pese a todo decidimos libremente ser así. Por eso sabemos, como El Quijote, quiénes somos. Igual que lo saben, y eso en realidad es lo único trascendente, todos aquellos lectores que nos han dado a lo largo de los años el inmenso regalo de leernos cada día, prestarnos atención, dedicar su tiempo a compartir nuestra visión de la vida.
Ahora sufrimos una especie de muerte azarosa. La lotería de los últimos días de Babilonia, que llega justo antes del fin. El exterminio. La extraordinaria crudeza del genocidio sólo se explica por la incomodidad que implica tener delante un espejo silencioso que con su mera presencia, sin hablar, ilustra mejor que cualquier palabra el cambio de valores. La tristeza resulta inevitable. La melancolía, infinita. Todos los esfuerzos por evitar el nihilismo que gobierna los periódicos han sido completamente vanos.
Estos días de noviembre he aprendido muchas cosas. La primera: sufrir te hace mejor persona. Igual que viajar o leer, te vuelve mucho más sabio. Uno apenas esperaba cinco o seis llamadas ciertas. La realidad inducía al fatalismo. Los mensajes de aliento han sido infinitos. Y mejor: todos sinceros. Sin impostores. No tengo palabras (ni dinero) para devolver tanto cariño, mucho menos en mi caso, ya que acostumbro a ser avaro en los afectos. Como todas las cosas importantes, aquellas que nacen del corazón, la oleada de solidaridad ha sido tan espontánea como excesiva, fruto de una admiración inmerecida y, sospecho, consecuencia en el fondo de la nostalgia compartida de otros tiempos en los que todos éramos mucho más ingenuos y felices.
Dos: realmente estoy empezando a creer lo que dicen las escrituras. El mundo se acaba. Al menos nuestra visión de la vida, que está hecha del papel de los periódicos. En mitad de la incertidumbre he recordado con nitidez una vieja escena perdida en la memoria. Hace veintitrés años, cuando empezaba en el oficio e intentaba aprender a escribir, cuando todavía veía como algo inaudito que te pagaran por poner palabras en un papel, un compañero nos dejó para hacerse cargo de una alta responsabilidad institucional. Se despidió de toda la redacción. Entonces todavía había gente con estilo. Todo el mundo le felicitó por su nombramiento, salvo yo. No fue un gesto de displicencia. Era ignorancia. Sencillamente no podía entender que alguien abandonase una redacción, incluso aunque como aquella no fuera más que un astillero en proceso de derribo, por un despacho oficial. ¿Estaba equivocado? Era mucho más joven e indocumentado. Para mí no podía existir mejor sitio en el mundo que aquel barco a la deriva donde las sillas de falso cuero se caían a pedazos y los teletipos todavía se cortaban a mano, por grupos y con actitud marcial, al comenzar cada tarde. Han pasado más de dos décadas desde entonces. Lo sigo pensando: el periodismo sólo se aprende en las redacciones. El problema es que apenas si quedan maestros en ellas. El espíritu dominante ya no es crítico y leal, como entonces, sino servil y letal. Propio de los tiempos mezquinos.
La ceremonia de los adioses no ha sido fácil. Pero sospecho, o quiero pensar, que a la larga será inmensamente fecunda: ha confirmado ciertos principios, impulsado de nuevo la rueda de la fortuna -que como una noria un día te sitúa arriba y otro abajo- y fortalecido determinadas creencias íntimas. El rencor, afortunadamente, no ha hecho acto de presencia. Sí la extrañeza. Un sabor a ceniza similar al que produce ver a un hijo muerto que contra natura se marcha antes de tiempo sin más argumento que la crudeza del destino, escrito desde el principio con renglones torcidos. La travesía vuelve a comenzar porque el viaje es infinito. No hacen falta demasiadas cosas: algunos amigos, las Variaciones Goldberg y un puñado de libros. Sobre todo uno: Las meditaciones de Marco Aurelio. Capítulo VIII. Epígrafe trigésimo tercero:
“Toma sin orgullo, abandona sin esfuerzo”.
Parece suficiente. Incluso demasiado.
Miguel dice
This wheel’s on fire…
Gonzalo Fleitas dice
Estimado Carlos: quizás la muerte de un periodismo así no sea tan mala noticia. Quizás si la profesión se permite el lujo de prescindir de todos estos periodistas es que hace mucho que transita por el camino equivocado. Tal vez sea la hora de volver a la raíces y reinventarse sobre la esencia: contar la verdad.
Bienvenido y éxito en los universos blog y twitter.
Vita dice
Ojalá que otra redacción consuma pronto tu tiempo. Mientras tanto un placer poder seguir leyéndote. Un abrazo
Antonio Diéguez dice
Érase una vez una redacción con un director que siempre amenazaba con que en la calle hacía mucho frío. Yo les decía a mis compañeros –después, en las calles de la redacción, esos pasillos entre mesas y sillas de falso cuero desvencijadas, como tú dices– que para mí la calle es el paraíso, donde nunca pasé frío, que sólo pasé frío cuando me encerraron, cuando aprisionan mi libertad.
Ahora, aún más caliente porque las redacciones están todas en la calle.
Me alegro de volver a leerte, Mármol. Bienvenido a la calle. AD
Manuel Sollo dice
Buenas tardes, Carlos.
No nos conocemos personalmente, pero te he leído con curiosidad, interés y aprendizaje durante estos años, en parte por mi responsabilidad (ahora también cesada) en RNE Sevilla (sí, junto a nuestro común amigo Pepón), pero sobre todo como magnífico cronista y escritor. Cuando tu propio medio -y algunos de tus destacados colegas- se lanzaba a extrañas derivas político-ideológicas, siempre has mantenido las velas desplegadas en favor de los lectores; y eso es impagable en estos tiempos, aunque no sé si al final te ha costado el empleo. Como lo he dicho públicamente, quiero decírtelo ahora que tengo oportunidad: Con Carlos Mármol Diario de Sevilla despide a uno de los mejores periodistas de esta jodida ciudad. Un abrazo solidario. (Estupendo artículo, una vez más).
carlosmarmol dice
Muchas gracias Manuel. Tienes razón: los lectores son lo único que importa. Y a los únicos a los que nos debemos los periodistas. Un saludo.
Pepón dice
Lo que te tenía que decir ya lo he hecho cada vez que nos hemos encontrado. Ahora solo quiero añadir que los últimos domingos han sido muy tristes, como de cielos plomizos. Hoy la luz brilla con ese resol tan característico de nuestra tierra. Gracias por resistir.
María José Carmona dice
Querido Carlos, gracias por seguir. Te seguiré.
Un abrazo.
carlosmarmol dice
Gracias, compañera
Enrique Millán dice
Un placer seguir leyéndote. Toca reinventarnos.
Chus dice
Compañero, ya te tengo fichado de nuevo!!! Una alegría, que no es poco!. Bss
Antonio Fuentes dice
Sé de este oficio apenas una décima parte de lo que tú y otros como tú pueden enseñar y ahora yo (y desgraciadamente pocos más) nos hemos quedado sin guías de los que aprender. He encontrado el blog por casualidad y no dudes de que lo seguiré, aunque sea de reojo, para que me sigas enseñando. No pierdas el ánimo y sigo escribiendo, hay quien te sigue observando. Un abrazo (un embarazo iba a poner, cojones´con los teclados de los ordenadores chicos)
Alfonso Yerga dice
Comienza a ser aburrido y desolador esta reiteración en expulsar a los mejores. Al menos, tu texto seguirá alentando que existen otros modos de hacer y de ver las cosas. Un abrazo.
Elena Laredo Martinez dice
Querido amigo, gracias por seguir con nosotros. Después de la salida de J.L.Pavón es imposible comprar el periódico. El sentimiento de vacío sólo dura unos días, rápidamente la actividad real o inventada surge. Hace 20 años tomé la decisión de no trabajar jamás para ignorantes. Nunca me he arrepentido y estos últimos años han sido los mejores. Estoy segura que te pasará lo mismo. Al tiempo. Un fuerte abrazo y aquí estamos y estaremos.
Francisco Muñoz de Escalona dice
He leído con entusiasmo creciente esta inusual necrológica. Tiene valores de antología del género. El autor, joven aun, ha conquistadp ya ese grado de madurez que muchos ancianos quisieran. Un empujón más y estará a las puertas de la sabiduría. Un abrazo emocionado.
carlosmarmol dice
Muchas gracias, don Francisco. Es un honor tener lectores tan inteligentes como usted. Un saludo.
Blas dice
Rock’n’roll!!!
Chapa dice
Nada de necrológicas, esto es una puerta abierta. Un placer los años entre sillones rotos de cuero imitado, el Templo, la mudanza, la aventura e incluso el precipicio. Solemos sonreír en las fotos como si esas décimas de segundo fueran a dibujar nuestras vidas, pero la noria seguirá girando hasta el final. Da igual a qué altura se encuentre nuestro asiento porque sólo compañeros de viaje como tú hacen que la cosa merezca la pena.
jesús Glez. Laguna dice
Amigo Carlos: muchos ‘entierros’ llevo ya sobre mis esquelas para no desearte un feliz alumbramiento y que sigas pariendo miles de renglones. Un abrazo.
Manuel Del Pozo dice
Magnífico escrito, Carlos. No vuelve uno del dolor y sigue siendo la misma persona. Enhorabuena.
Sandra Pérez Castañeda dice
Se te leerá por aquí con sumo gusto
MBarea dice
«En los consejos de redacción se oye innumerables veces la frase: ‘Lo que quiere el lector es…’ Y, por lo general, esa idea se basa en los gustos y las preferencias personales de quien está hablando, o en los de sus amigos; o, lo que es aún peor, en los de aquellos a quienes pretende causar buena impresión». David Randall. ‘El periodista universal’.
Seguro que te suena. Y mucho. ¡Cuántas veces hemos sido testigos de eso! ¿Verdad, Carlos? Y así acaban (con) los periódicos…
Un abrazo.
Concha Revuelta dice
«avaro en los afectos» ¿tú? A mi nunca me lo pareciste y tus palabras vienen a demostrarlo ¡Me alegra tanto saber que puedo seguir leyéndote!
Un beso Carlos.
Rosa Madrid dice
Bueno Carlos, el hombre de negro permanente y de los pocos fumadores recios de puros que quedan….cuàntas veces leyéndote he dicho «anda que no es guerrero Carlitos ni ná» vaya cómo le va la marcha…..y pensaba: «a éste no lo callan ni debajo de agua» como se dice en mi pueblo. Ahora sin Pavón y sin ti, qué hostil me resulta el periódico….qué lejanía me transmite ese papel que consiguió ser parte de mi vida, hasta hacerme enfadar cuando era el primero que se acababa en el Ave. Acabo de leerte y me tranquiliza empezar el año así de bien. Es el primer texto que leo tuyo en el que coincidimos plenamente. Mi eterna admiración desde la maravillosa discrepancia que sentía tantas veces cuando te leía. Y ya veremos dónde y con quién acaban estos sectores «de cambio de tendencia» sin gente como tú y tantos otros….