El calor de los últimos días, comienzo de un estío odiado, nos ha traído a un filósofo muerto: E.M. Cioran, el escritor del pesimismo, el escéptico más despeinado de cuantos quedaban por los diáfanos y esperanzadores bulevares de París, ciudad de vinos y naranjas, de esparto y romanticismo, condenada a ir vaciándose poco a poco, descargándose casi, de todos aquellos malditos que un día la eligieron para vivir. Y para morir. París se vacía de sus personajes y sus mitos como las mujeres acuden a la ducha: con indudable estilo. Bañarse es saludable, pero también supone desprenderse de una parte de lo que somos. La modernidad mal entendida no gusta de los genios despeinados y, menos, de los escritores fracasados. Ya lo dijo Dylan: “No hay éxito como el fracaso; y el fracaso no es ningún éxito en absoluto”. Paradojas: Cioran representó la estética del fracaso, que no es estética en absoluto. Sólo fracaso, hambre y barba de cinco días. Es el último difunto. Uno más de los que se nos han ido este año, tan cruel con la creación concebida en términos opuestos al mercado. La originalidad en estos tiempos no cuenta si no se transforma en transacción.
Hacer del lenguaje la patria, la única bandera; convertir las cuartillas en un refugio, no compensan la orgía de sudor, ni las toallas gastadas. El filósofo rumano estuvo toda la vida camuflado bajo la identidad de un estudiante matriculado en la Sorbona. Empalmaba becas y recibía las subvenciones universitarias para ir la comedor de estudiantes, ajeno al singular lugar que para algunos intelectuales ocupaba en el pensamiento contemporáneo desde los lejanos años del existencialismo parisino, aquellos tiempos en los que el drama de sobrevivir todavía estremecía al común de las retinas.
Fue un rebelde. Un disidente. Por eso nos gusta tanto. Un ser hondo hasta el desconsuelo, sabedor que la estrategia del autoengaño que usamos todos para soportar la vida no es más que un débil jardín que regamos con el único objeto de conservar ilusiones, metas, utopías, proyectos, cosas, qué se yo, perspectivas, algún futuro. “Algo hay que hacer, coño, algo hay que hacer”, decía Umbral.“Prefiero vivir en una relativa miseria que supeditar mi libertad al ejercicio de un oficio”, confesó en una ocasión. Sobre esta sentencia construyó su vida –si es que podemos llamarla así–, soportó con estoicismo la inestabilidad y el insomnio y levantó en solitario una teoría –fragmentaria– que consiste en enjuiciar a la vida como una lucha inútil, dividida en batallas separadas únicamente por las horas de sueño que dedicamos a recuperar fuerzas y a apagar la mente.
La noche era su refugio, el único momento en el que poder olvidar la cruda realidad. Sus teorías, como bien se sabe, no fueron amables para mucha gente, por lo general los satisfechos con su existencia, que tienden a pensar que si ellos son felices los demás también deben serlo. Fue profundamente religioso, aunque por negación. Cioran renunció voluntariamente a integrarse en una sociedad que creía convencional y falsa, cuyos pilares no eran más que el consumismo y sus conjuntos vacíos. No quiso vivir, ni escribir, de forma corriente. Eligió voluntariamente la locura –supuesta o aparente– hasta hace una semana. Toda su vida fue un ser huraño, extraño, sin residencia habitual, ajeno a los dramas domésticos, como los hijos, las hipotecas o el banco.
Renunció a todas estas cosas y se dejó conducir por el espíritu demoníaco que, según confesión propia, le conducía irremediablemente a la senda del pesimismo, al atajo del fracaso. Sólo al término de su vida logró pagar un alquiler irrisorio que ni siquiera le sirvió como última morada. Falleció, según las crónicas, en un hospital con luces azuladas y blanquecinas. Luces tristes, de abandono. En su buhardilla quedaron, abandonados, sus libros, todos de segunda mano, ediciones baratas, las chaquetas de paño, casi todas raídas, anticuadas. Su aspecto personal nunca le preocupó en demasía. Creía que el cuidado era una distracción que el hombre inventa para inventarse, olvidar la verdad de la vida –que es la banalidad previa a la muerte–, congelar el desconsuelo y retrasar el drama cotidiano, diario, constante, repetitivo.
Todos los días hacía un viaje con el mismo destino: la contemplación pura, tremenda, perfecta, de ese concepto que llamamos Mal; escrito así, con mayúsculas, como cualquier concepto demoníaco exige. No fue un ser querido. Sus discípulos –espirituales; académicos no tuvo– lo recuerdan como alguien indefenso aunque poderoso, un trapero jubilado en busca de un cariño que ni siquiera sabía darse a sí mismo, salvo bajo la forma, tan refinada, del egoísmo intelectual. Veía la vida como un eterno domingo, igual que las horas previas al crepúsculo. Esa es la herencia que nos dejó: un malestar semanal, interpretado en múltiples pecios y aforismos insondables, llenos de pena. “Si no existiera placer secreto en la desdicha, llevaríamos a las mujeres a parir al matadero, escribió en El ocaso del pensamiento. De esta obra, editada por Tusquets, el escritor rumano autorizó una solitaria traducción francesa, que es la que llegó hace muchos años, demasiados, a nuestras manos. Escondía –todavía esconde– el secreto del solitario levantador de pesas que fue.
Su destino consistió en podar el árbol de las ilusiones que todos hemos plantado, real o imaginariamente, en algún momento. Se dedicó a esta infame tarea a conciencia: primero destrozó su cuerpo, su vida. Quizás porque era lo que tenía más a mano. Se fue así vaciando de responsabilidades hasta quedarse en el esqueleto, dándole la espalda al circo en el que nos movemos el resto de los mortales. Con una placidez envidiable, se sentó a esperar a que el Mal, o el tiempo, que para él venían a ser lo mismo, fuera a buscarlo. Lo encontró hace unos días. En su buhardilla. Se terminaron los paseos, la fiesta del spleen, el misticismo religioso de los ateos militantes, la recurrencia que le conducía a la misma conclusión existencial: el hombre es un niño que tiene pavor a conocer la verdadera realidad de la vida, que es el desconsuelo y sus variantes, el drama de saberse finito, inútil, pasto de la degradación.
Sus libros son como un cañonazo en la cara. Sus frases huelen a pólvora. Es pura metralla. Por su sinceridad se diría que su literatura es material tóxico. La bala perdida de un rifle cargado con un infinito resentimiento, la patología de un insomne que ha descubierto que la cotidianidad es un enjambre de ilusiones que serán devoradas por una araña llamada muerte. El drama humano no tiene remedio. Es el pavor que sentimos ante la certeza de que la existencia no será nunca un campo de lirios. Se nos ha muerto nuestra conciencia crítica. Alguien impertinente y necesario. Cioran se escondió en el fondo de un vaso. El suyo fue un trabajo sucio, pero alguien tenía que hacerlo. Ahora nos parece casi imposible salir a la búsqueda de un sucesor digno de tal nombre. Nos veremos en el Infierno, maestro.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[30 junio 1995]
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