La tiranía de un rostro humano repetido infinitamente en un espejo. Eso debe ser la soledad: un metal sangrante, un puñal afilado, terco, constante y exquisito. Frente al asesinato, considerado una de las bellas artes por nuestros clásicos, la soledad es una de las más bellas maldiciones con las que nos obsequia desde el primer día la vida, ese tren sin conductor cierto. No se trata de un descubrimiento de los contemporáneos: es una ley eterna, una manta suficientemente grande como para cobijar a muchos de los que caminan con nosotros por el incierto sendero de la vida: amigos, compañeros de trabajo, familia, determinadas mujeres.
Todos estamos solos, pero de diferentes formas. Pese a que nos resistamos a reconocerlo –e incluso si disfrutamos de tal situación– la ausencia prolongada a veces provoca suficiente desazón como para perseguir la compañía ilusoria de los demás con ciertos paraísos artificiales, vasos o caderas milagrosas. Todo en vano, por supuesto. Hasta el amor, que goza de tan buena prensa entre la gente decente, no es más que una soledad pactada, un contrato con más cláusulas que enunciado. De entre todas las soledades cotidianas –la rutina es otra forma de estar solo rodeado por los demás– la que siempre me ha parecido más soportable es la del voyeur. Aquel que mira. El paseante de la ciudad, que observa el mundo y después lo eterniza en un diario, unas memorias, un artículo, algo.
No piensen mal: no me refiero a los espías sexuales, cuyos vicios son universales. Hablo de los escritores contemplativos: los que toman café viendo a través de las cristaleras la vida que huye mientras ellos están sentados, detenidos, como eternos vigías, fijos en la contemplación de las existencia ajenas. Mirar es un ejercicio contradictorio: se analiza a los demás pero, más pronto que tarde, la mirada, como un ratón, termina metiéndose en la madriguera, que es nuestro interior. Es sabido: escribir, igual que mirar con atención, es una actividad solitaria. De esta obligación algunos escritores han hecho bandera estética: con más ingenio, o con el justo, existe toda una biblioteca de libros escritos por artistas mirones que nos espían para poder entenderse a sí mismos.
Esto mismo es lo que, hace ya bastantes años, hizo un joven Muñoz Molina cuando dio a la imprenta un librito primerizo llamado El Robinsón Urbano. Decimos primerizo sin ánimo de ofender, sino porque es una recopilación de artículos concebida como se traen los hijos al mundo: sin saber exactamente lo que se hace. Pese a los defectos de esta génesis literaria –cierta artificiosidad, una recurrente obsesión por las sentencias y algunos tópicos– es un buen manual de aprendizaje para los escritores noveles, que lo primero que deben aprender a asumir es la condición –inevitable– de futuros lobos esteparios, que son animales crueles que saben que no deben enseñar nunca sus propias lágrimas.
Muñoz Molina cuenta en esta miscelánea sus caminatas sin sentido –que son las única que significan algo– por una Granada llena de instantes provincianos sobre los que proyecta lo que entonces tenía dentro. Las estampas de crecimiento, cambio, esperanzas y sorpresas se suceden hasta componer una geografía sentimental, que es el único atributo que los escritores pueden entregar a sus propias ciudades. El escritor, como un Ulises de barrio, se busca a sí mismo por las esquinas: camina en silencio por las confluencias de las calles, los adoquines numerados, emula a Baudelaire y a De Quincey, los padres de este invento, y saborea el extraño licor de las soledades particulares. La conciencia le acompaña siempre allá donde va. Hasta que descubre que pasear con uno mismo es el acto más solitario que existe. Más incluso que sentarse a describir un itinerario del que de antemano se sabe muy bien que no dejará ninguna huella.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[6 junio 1997]
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