“Entre la ideología y mi madre, me quedo con mi madre”. Esta sentencia, alejada del dogmatismo sonriente que se practica en estos tiempos, y que se expande incluso con mayor intensidad que en la época de las bufandas y las muchachas en flor marxistas, fue la que pronunció Camus el día en el que la izquierda oficial –la que presume de ser dogmáticamente de izquierdas– le recriminó su condición de convencido desertor de la causa soviética, que en los tiempos estelares del escritor francés todavía era paraíso y obligación para pertenecer a la secta de los elegidos.Cuentan que la frase no la dijo en realidad por una postura personal. Sencillamente fue un instrumento para expresar a través de un argumento íntimo una convicción pública: la ideología nunca es una madre.
Camus decía estas cosas, frente al catecismo de la izquierda burguesa, el ecosistema intelectual que le rodeó en el París de su tiempo, por el interés –diríamos que infinito– que tenía en el hombre, escrito así, con minúscula. Bajo este término englobaba al más sencillo y común de los seres, el pueblo llano, aquel que sufre y padece las cosechas, que no se disfraza; artificial, en ocasiones; vacío, muchas veces. Fieramente humano. Camus creía que era natural que el hombre tuviera una ideología, pero lo no que nunca aceptó, porque es inaceptable, es que cualquier ideología tenga –preso– al hombre.
El ser humano, nos enseñó en sus ensayos, debe vivir de espaldas a los dogmas por salud mental y, en la mayoría de las ocasiones, física, pues el dogmatismo, junto a la avaricia, es la causa de casi todas las guerras que en la historia han sido. Este interés prosaico, este universalismo terrestre, es el factor que ha permitido que buena parte de sus escritos puedan leerse igual que como cuando los escribió. Camus no sólo ha sobrevivido al tiempo –el juez literario supremo–, sino que ha rejuvenecido. Ahora sale a la luz su último texto: El primer hombre (Tusquets), la novela en la que pensaba cuando la carretera se lo llevó de su residencia en la tierra. Alianza también ha creado hace unos meses una biblioteca Camus, que es el mayor homenaje que se le puede hacer a un escritor que trabajaba para los demás. Dar nombre a una biblioteca, aunque sea modesta, es bastante mejor que a uno le dediquen una calle o un liceo.
La resurrección de sus escritos no es sólo una decisión editorial acertada. Es una necesidad en los tiempos que corren. Sus mensajes siguen iluminándonos en el caos cotidiano. En el campo literario y en el orden periodístico. Todos los asuntos sobre los que escribió –que son los esenciales– siguen sin resolver porque la existencia nunca deja de ser otra cosa más que un presente continuo de dudas. Camus fue más escritor que filósofo, aunque fuera un escritor que pensaba. Sartre, en cambio, fue más filósofo que escritor. Por eso pasó pronto de moda, vencido por la historia. Sartre hacía política bajo el disfraz de la literatura. Camus, literatura y periodismo mediante un decidido compromiso social.
No ser un filósofo es lo que ha permitido a Camus sobrevivir al cáncer de la posteridad. Los filósofos son olvidados cuando el paradigma del pensamiento muta. Los buenos escritores, aquellos que escriben sobre la vida, nunca pasan de moda. Son eternos. Los pensadores tienen la obligación de ser sistemáticos, completos, integrales. Los escritores pueden permitirse los vacíos, los silencios y hasta el desorden creativo si el motor que los mueve son las pasiones del individuo, los infinitos dramas de los desamparados que llegan al mundo solos y se van solos de la Tierra. Y, entre ambos episodios, ingenuamente, creen sentirse acompañados.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[26 abril 1996]
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