El reúma de Onetti, probablemente mucho más intenso desde aquel día que decidió dar un enorme corte de mangas al mundo y recluirse (ma non troppo) en su cama, al calor de las mantas, terminó siendo una patología fecunda. El escritor uruguayo escribió desde entonces tumbado en un colchón, lento y a mano. Todo lo contrario a determinados escribanos actuales, que trabajan en serie y sólo buscan la plata –vos lo sabés, ché– que dejan las ventas, cada vez más menguantes en estos tiempos inciertos, de sus escritos. Onetti no sabía ni un número de la comercialización de los libros. Eso se lo dejaba a sus agentes y editores. Ambos le engañaban, por supuesto. Onetti sólo pensaba en el tabaco, el whisky y en Santa María, el territorio narrativo que nace en La vida breve e inunda los Cuentos Completos que publicó la Alfaguara de antes de la debacle.
Para algunos estudiosos universitarios Onetti es algo así como un precursor del famoso boom hispanoamericano. El abuelo. Yo diría que es su negación práctica: Onetti no quería exportar ningún Macondo ni contarnos lo mal que lo pasó en el colegio Leoncio Prado de Lima. Tampoco le interesaba alentar la progresía (supuesta) de sus lectores. Lo suyo era hacer sentir un estado de ánimo: el del astillero donde Larsen, alias Juntacadáveres, antiguo regente de un prostíbulo húmedo y provinciano, es nombrado gerente de una empresa que no produce, no trabaja y casi no existe. El Astillero, además de una de las mejores obras de Onetti –menos siempre es más– es una metáfora indirecta de su biografía, omitida pero implícita en los surcos de la historia. Los hechos no se corresponden con exactitud con la narración; pero sí está el espíritu. Nos parece más que suficiente.
Onetti, al principio, nunca tuvo un círculo demasiado amplio de lectores. Era un escritor para escritores, decían algunos. No escribía sobre el sabor de las almendras amargas ni los amores contrariados. En sus novelas no hay frutas ni flores, y el amor es un perro del infierno, casi como una enfermedad. Onetti nos gusta sobre a todo a quienes desde primera hora sabíamos que no llegaríamos a nada. Allí esta él: en la nada. No tuvo, salvo al final de su vida, cuando la caridad puede tomar el disfraz de un premio, ni galardones ni una fama superlativa. Su regalo era no tener que salir de casa. Onetti cazaba a sus lectores de otra forma: con golpes repentinos de pesimismo y memorias rasgadas por el tiempo. A mí me entusiasma. Primero por ser menos lírico –pero más poético– que García Marquez. Y después por saber exactamente cómo hacerte llorar sin derramar ni una lágrima. La tristeza, como dijo Borges de la belleza, es cosa frecuente. Acontece. Y en los libros de Onetti es el aire masticable que envuelve a sus personajes.
Muchos de sus relatos son tan obsesivos que inducen al suicidio: no hay ni un gramo de esperanza en su visión del mundo. Pero esta mirada tan negra de la existencia, tierna en realidad, porque los tipos duros son los más sentimentales del mundo, lo alejó para siempre de todos los tópicos gastados de lo hispanoamericano, convirtiendo su escritura en la que mejor ha resistido el paso del tiempo y en el espejo del mundo urbano de mediados del pasado siglo en el Cono Sur. Para Onetti un verbo es como un objeto y la literatura un oficio lento que consiste en trabajarlo de a ratos, sin convertirlo en una obligación laboral. Quizás los paladares más refinados, amantes de las magdalenas en el te, no puedan soportar la crudeza de sus novelas. Pero yo no he encontrado a nadie que exprese tan bien que las cosas, los sueños personales, van a gastarse igual que se desgasta un piedra, en apariencia indestructible, por simple contacto con el agua milenaria del río de la vida.
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