Los periodistas somos como los trapecistas: hijos de lo efímero, además de (según algunos) resultado directo de otras maternidades no siempre nobles. A decir verdad, en este oficio existen dos estirpes: la de quienes no dejan jamás de jugar sobre la fragilidad del alambre –el buen periodismo requiere una extraña mezcla de prudencia y riesgo, sobre todo en tu propia casa– y aquellos que antes de poner una letra delante de otra prefieren curarse en salud y caminar por el sendero convenido, tan ajeno como inofensivo. Por si acaso. Manuel Vázquez Montalbán (Barcelona 1939-Bangkok 2003) era de los primeros. Y procuró a lo largo de su dilatada trayectoria –cuatro décadas estuvo escribiendo en prensa– no llegar nunca a parecerse a los segundos, a los que quizás otorgarles la condición de periodistas sea un acto de benevolencia.
Además de escribir, con mayor o menor fortuna, unos 10.000 artículos a lo largo de su carrera (era hombre de comunión diaria ante los diarios y las revistas, sus principales misales) MVM, como muchos le llamaban, experimentó en sus carnes, generosas, los sinsabores de esta manera de entender la profesión en la que mantener cierta independencia intelectual y de criterio –cosa que no implica ser neutral ante determinados hechos– se paga con la habitual venganza, casi siempre frustrante para quien la practica, de los mediocres: tratar de hacerle el vacío o expulsarle de las tribunas desde las que escribía, que fueron muchas –mejores y peores– y en las que, en la medida de sus posibilidades, dejó dosis de su talento como articulista.
Vázquez Montalbán fue un periodista total. Completo. Versátil y polivalente. Algo que ni se encuentra ya en todas las redacciones –falta de preparación, ausencia de vocación– ni parece que vaya a encontrarse en el futuro inmediato; acaso porque las empresas no sepan valorarlo y ya no estén dispuestas a pagarlo. Sea como fuere, el suyo es un periodismo impar. De otros tiempos. No porque no esté vigente ni sea necesario –ahora precisamente lo sería más que nunca–, sino porque está sustentado en un valor en decadencia. Que es: la creencia de que este trabajo requiere correr una larga carrera de fondo donde lo importante para el atleta es la experiencia, el temperamento y la decidida voluntad de independencia frente al poder. Tanto ante los elogios como frente a las críticas. En los tiempos que corren, cuando algunos consideran que esta profesión consiste en emular a los meteoritos fugaces –que al final se disuelven en el espacio– y repetir los argumentarios oficiales, la voluntad de MVM de mantener en su trabajo altas dosis de impertinencia resulta casi un anacronismo. Y, sin embargo, es precisamente esto lo que lo ha hecho perdurar. Poder ser materia para armar un libro.
La editorial Debate así lo ha creído al hacer una selección de su recorrido periodístico en tres volúmenes donde se recogen las edades sucesivas del Vázquez Montalbán cronista; antes, durante y después de alcanzar el éxito literario como autor de novela negra y padre del detective Pepe Carvalho, entre otras disidencias políticas, poéticas, viajeras y, siempre, gastronómicas. Los hedonismos múltiples de un periodista capaz, como Fernando Pessoa, de reinventarse con múltiples heterónimos. Desde Sixto Cámara a Luis Dávila. Desde Jack El decorador a Manolo V El Empecinado. Nombres bajo los que siempre late, en dosis diferentes, la mixtura de información, placer, rebeldía y humor que caracterizaron su periodismo. Los dos primeros compendios de artículos, crónicas y reportajes que Destino ha salvado del olvido de las hemerotecas están en la calle desde hace meses. El tercero está previsto que aparezca a lo largo de 2012. Recoge la última etapa de MVM, cuando ya era uno de los santos laicos del articulismo político, capaz de darle la vuelta a la realidad con un artículo de sólo 350 palabras. La columna de la última del antiguo El País, donde escribió hasta que el corazón le falló en una escala aeroportuaria en Bangkok.
De la lectura de estos dos primeros tomos del periodismo inteligente y cívico de Vázquez Montalbán –lleno de contexto, reflexivo, analítico, con una evidente tendencia a la ironía y el sarcasmo– se obtienen dos sensaciones. Primera: no hay género malo, sino periodista torpe. Y segunda: forjarse un prestigio en este oficio, tan dado a los padrinos, es imposible si no se tiene claro que hay que empezar desde abajo y que la tarea del periodista no es manipular a la gente, sino lograr que aumente la perspicacia del lector frente a la realidad. Éste es el único vínculo real que hace sobrevivir a un periódico en el tiempo. MVM trabajó en muchos diarios, escribió en bastantes revistas y hasta fundó publicaciones tan elogiadas como efímeras en un tiempo –el tardofranquismo, la transición– en el que en España se pasó de creer que todo era posible a caer en la cuenta de que “la vida nunca es como nos imaginábamos”. Este desencanto lírico, lejos de convertirse en un sentimiento agrio, le permitió saber más de la vida. Ser más sabio, libre y escéptico, pero también inteligente. Vázquez Montalbán tuvo que navegar a lo largo de su vida entre las habituales desconfianzas cruzadas de aquellos que no te consideran de los suyos.
En la prensa falangista –comenzó a firmar en El Español y en Solidaridad Nacional–, como le faltaba el entusiasmo por el régimen, fue relegado a tareas secundarias, cosa que no impidió que sus compañeros del PSUC –donde militó– lo consideraran sospechoso sólo por trabajar en las publicaciones oficiales. Como si un periodista tuviera que renunciar a comer por la línea editorial del medio que lo acoge. Su condena a tres años de cárcel –participó en una manifestación en favor de los mineros asturianos– le enseñó que en aquella España de los sesenta ejercer la libertad comisionaba con el progreso profesional. Al final, cumplió sólo 18 meses de prisión gracias a un indulto por la muerte del Papa Juan XXIII, pero apenas pudo volver a trabajar en prensa hasta mucho tiempo después. Sobrevivió escribiendo en enciclopedias (Larousse, Espasa) y revistas de decoración [Hogares modernos].
La travesía del desierto fue larga y, a ratos, amarga. Logró encontrar a su público natural cuando se incorporó a Triunfo, donde publicaba la columna política La Capilla Sixtina y contó el reverso de la Transición en su extraordinaria Crónica sentimental, recogida como libro por Planeta en la colección Espejo de España, una reformulación brillante del folletín decimonónico en una España que creyó en un cambio que jamás llegó, frustrado por la coartada de una concordia que no supuso una mayor participación política de los ciudadanos –los partidos se convirtieron en el sistema– ni desmontó la estructura económica de la Dictadura. Es natural que después de todo aquello el lirismo íntimo de MVM estuviera marcado por esta enorme estafa. Otros escritores, como Francisco Umbral, derivaron en un memorialismo egotista y deslumbrante. Eligieron contarse a sí mismos, dada la coyuntura, en lugar de contar a España. MVM hizo el camino inverso: a base de contar lo que pasaba en España terminó reflejándose a sí mismo. El periodista nunca es noticia. Sólo es quien la cuenta.
Artículo publicado en Diario de Sevilla
[26 diciembre 2011]
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