La sabiduría, como los buenos alimentos, es una cuestión que lleva su tiempo. No se adquiere de la noche a la mañana. Por el contrario, es resultado de la lenta maceración de los días, las arduas lecturas, la contemplación y una propensión especial –vicio nada frecuente– a lo que podríamos llamar la curiosidad de los impertinentes. Esto es: el interés por cualquier cosa que resulte desconocida. Dicho en términos negativos: el odio hacia las orejeras mentales. En un mundo donde la prepotencia y la soberbia de los ignorantes son la norma habitual, y casi diríamos que también una fe profana e indestructible, relativizar las cosas, hacer una pausa antes de emitir cualquier juicio, es un ejercicio de agradecer, sobre todo cuando el resultado resulta ser un bordado de prosa amena, alejada de las habituales perdiciones egocéntricas.
Ésta es exactamente la prosa que le salía, es de suponer que del alma, pero también pudiera ser que del carácter, a Josep Pla i Casadevall, el escritor ampurdanés al que estos días festejan en una sucesión de homenajes institucionales que comienzan en Cataluña. Pla escribió una prosa que a mí siempre me recuerda a los panes de pueblo: grande y sencilla, sin alardes, pero cuya elaboración requiere dominar el oficio de los verdaderos maestros artesanos. Sucede también en el mundo de la cocina: las recetas más perfectas son aquellas extraordinariamente sencillas, fruto de esa destilación que llamamos sabiduría. La escritura de Pla es la escritura de uno de los grandes. Y lo es por estar sustentada en el cimiento más sólido que existe: la indestructible columna de la sencillez. Le ocurría en esto, como en otras tantas cosas, igual que a Baroja. Para ambos el uso de la boina era objeto y filosofía. Uno era anarquista, el otro conservador. Tenían dos caracteres distintos, eran dos estilos diferentes, pero compartían la misma actitud: expresarse sin hacer la vida más complicada a los lectores. Todo un detalle.
Baroja quizás tiene una escritura más viva, menos reposada, algo imperfecta, que siempre es el precio de la espontaneidad y la viveza. Un defecto, según algunos, al que uno sólo le encuentra ventajas. Más vale una prosa indecorosa que una prosa muerta. A Pla, en cambio, la escritura le salía de dentro como quien planta un olivo: el árbol surge de la nada, que es la tierra, y se alza solo hacia el cielo, dibujando una escultura natural, asimétrica y perfecta. La ceremonia, cuando uno se ha tirado toda la vida escribiendo, acontece en apenas unos minutos. Pero cuesta lustros llegar a este grado de perfección, incluso cuando se ha practicado –hasta el desconsuelo– en el mejor oficio que existe para aprender a escribir: el periodismo. La facilidad pasmosa de cualquier buen cronista ante el papel en blanco, cada vez más escasa, exige sabiduría, dominio técnico y conocer los secretos de la gramática parda, que es la intuición.
A Pla, todo esto, le sobra. En sus libros uno encuentra todavía lo necesario para caminar sin miedo en estos días inciertos. La editorial Destino le ha dedicado una colección entera. Se lo merece. Amén del célebre Cuaderno gris, una obra maestra, uno de nuestros volúmenes preferidos es el que se titula Las horas, donde el escritor pausado y observador que se definía a sí mismo como un simple payés demuestra sus dotes poéticas. No están en el lenguaje, por supuesto, que es donde buscan la poesía los tontos, sino en la mirada, que es previa a la escritura. Se trata de una deliciosa gavilla de escritos dedicados a la nada, a contar el paso del tiempo, a inventar el lirismo de los días seguidos que pasan y las estaciones que se van. Pla construye este universo de palabras con un mero cincel –su pluma–, con el que nos descubre los misterios encerrados dentro de las piedras. Evidencias milagrosas que sólo saltan a la vista cuando quedan escritas negro sobre blanco.
Por ejemplo, cuando nos dice que el hombre, con independencia de cuál sea su cultura, educación y erudición, dedica la mayor parte de su existencia a desentrañar la forma de conseguir la mayor cantidad de dinero –acaso no mucho, depende de cada cual– con el menor esfuerzo posible. Pla trabaja con la evidencia desvelada, que es la forma de descubrimiento más compleja que existe: aquella que tenemos delante de los ojos. El libro empieza con el término de un año y el inicio del siguiente, que es la rueda falsa –la del calendario– que nos mueve. Tempus fugit, decían los clásicos. Es cierto. El tiempo vuela. Pero en el transcurso de su huida, en fondo, nunca pasa nada, salvo la decepción y la gloria de los días de descuento que nos quedan en este planeta.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[18 de Abril de 1997]
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