El periodismo –quienes lo ejercemos lo sabemos de primera mano– es una aproximación imperfecta a la realidad de las cosas que, en ocasiones, logra el raro milagro de la exactitud (narrativa), pero no siempre es capaz de reconstruir un suceso de forma absoluta. Esta carencia tiene razón de ser: los hechos, que son a los que un periodista debe su oficio, alumbran mucho pero no lo explican todo. O mejor dicho: siendo una parte esencial de las cosas, no necesariamente las describen en su totalidad. Un periodista debe contar qué sucedió, a quién le ocurrió y cómo fueron los hechos, pero tiene bastante más difícil la tarea de desentrañar la incógnita capital: ¿Por qué acontecieron de una manera concreta y no de otro modo? ¿A qué obedecen? Los límites del relato estrictamente factual son más evidentes cuando el objeto de las pesquisas es un crimen en el que, además de una muerte violenta y la ligazón entre los concernidos –el asesino y la víctima, unidos para el resto de la Eternidad, incluso más allá de su extinción biológica–, se condensan los prejuicios, los sobreentendidos y las creencias morales de una sociedad en un instante concreto de la Historia.
Las Disidencias en Letra Global.
