Cuentan las crónicas que en los años dorados de Buenos Aires, aquellos años de principios del siglo pasado y lustros consiguientes, cuando la ciudad y hasta el suburbio al que tanto cantó Borges todavía miraban con anteojos en dirección al París de la época modernista, las librerías porteñas, esos templos culturales de Corrientes, Florida, Santa Fe, fueron las parroquias en las que los drogadictos de la lectura se mezclaban con los amantes de lo noctámbulo, los legionarios del vicio y los apóstoles de la falta de sueño, siempre buscando, no se sabe muy bien exactamente qué –o quizás se sabe demasiado bien– por las esquinas.
Las librerías eran su refugio. Frente a la ignorancia y contra el dietario laboral y las jornadas de ocho horas de laburo. Si no tenías nada que hacer, ni plata para hacerlo, podías meterte en alguna librería, perderte por los estantes colmados de volúmenes y entretenerte sin tener que rendir cuentas ante nadie, ni siquiera al encargado; los libreros, cuando lo son de verdad, saben que a los clientes, aunque no tengan un peso en el bolsillo, conviene dejarles en paz. Aquellas noches de letras de las que a uno tanto le habían hablado en la infancia, cuando el único consuelo contra el insomnio era encontrar una librería franca, dejaron de existir hace décadas.
Buenos Aires dejó de ser Buenos Aires. Todavía se llama igual, pero ya es otra ciudad: nno tiene abiertos los refugios para desesperados, buscadores de letras bañados en sangre y otras faunas de sombra. Ya no hay librerías sin horario en la ciudad sin sueño. Algunas mantienen el tipo hasta entrada la madrugada, pero bajan las persianas después de la alta medianoche. De Argentina venían la mitad de los libros de la biblioteca que el abuelo, en un ejercicio de vanguardismo insólito en la Vega del Guadalquivir, legó en herencia al tercio familiar. En el Río de la Plata se editaba todo lo que en España estaba prohibido o mal visto, que viene a ser lo mismo.
La prolongación infinita del horario de las librerías porteñas era una extensión de su espíritu de libertad, un viento que en la España intervenida por los militares ignorábamos, sometidos a la cruz, el yugo y las flechas. Después de la recuperación –invención, en realidad– de la democracia patriótica, las librerías dejaron de hacer estos esfuerzos y recortaron progresivamente su horario. Los números no les salen. Y el idealismo no puede estirarse indefinidamente.
Mueren los viejos cafés, clausuran las antiguas librerías. Los muchachos-que-no-vamos-a-llegar-a-nada-en-la-vida no sabemos dónde refugiarnos, sin periódicos (dignos de tal nombre) ni bibliotecas a deshoras. Es difícil hacer de flâneur en este siglo. Las librerías de Buenos Aires tenían la misma función que un ambulatorio. Eran rosas de sanatorio, como aquel programa de Radio 3; los quirófanos donde los desahuciados recibíamos la dosis de metadona. Por supuesto, había otras opciones: otros preferían el programa doble de los cines mientras nosotros hacíamos sesión continúa en la sección de filosofía del tercer piso, al fondo a la izquierda. Allí estaba nuestra cueva, donde podíamos quitarnos la armadura.
Los libros eran una misa negra; la noche, la muerte vestida con un traje de gala. El tiempo ha evaporado todos estos recuerdos. Los grupos editoriales volvieron a la Península, especialmente a Barcelona, y el gremio se modernizó. El marketing se impuso a la literatura. Las librerías ahora son asépticas, igual que bancos, o cursis como pastelerías infantiles. No buscan lectores, sino consumidores. Un consumidor nunca comprará libros de madrugada. Eso sólo lo hacen los yonquis literarios. Las viejas librerías de Buenos Aires se jodieron cuando dejaron de ser las bibliotecas del pobre, universos sin orden ni concierto. Sin catálogo ni bibliotecarios. Sin signaturas. Sin límites.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[1 septiembre 1995]
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