El perfume de las partidas –o de las despedidas, según la terminología corriente– oscila entre la nostalgia y la incertidumbre. A mitad camino entre ambas cosas. Llega un día en el que la gente que tenemos a nuestro alrededor desaparece, se va, se esfuma. Nos pasamos la vida despidiéndonos de gente y de cosas y, paradójicamente, el ritual todavía nos causa sorpresa (en el mejor de los casos) o devastación (en el peor). Probablemente estén pensando ustedes en la muerte, esa noche oscura del alma en la que se nos arrebata todo. Lo mismo sucede en vida: la existencia es la mayor destructora de sueños que existe. Un derribo en cámara lenta, aunque para atenuar sus inevitables efectos utilicemos eufemismos, como la consoladora idea del cambio.
Los filósofos más antiguos ya explicaron –con la poética de los aforismos– que el pálpito diario está regido por la indestructible ley del fluir, el tránsito, la evolución, crecer, tener hijos –esas espinas del alma–, criarlos, pagar el alquiler, comprar el billete del autobús, maldecir la hipoteca, los disgustos, el coche, ansiar en vano un verano burgués y espeso; envejecer, en suma. Todo este flujo (sin retorno) que ordenamos gracias a las hojas del calendario. El tiempo es una condena y, al mismo tiempo, un método de salvación frente a la locura cotidiana. La rutina nos estructura, da forma periódica a las horas –cuando gobierna también nuestras noches es cuando deberíamos considerarnos difuntos en vida– y nos conduce, con las pausas requeridas, civilizadamente hacia el abismo donde el tiempo deja de existir y ya no necesitamos traje.
Deberíamos estar acostumbrados, ya digo, a las ceremonias de los adioses y a su perfume seco, ágrafo, destemplado. Y, sin embargo, aunque las veamos en el horizonte, sobre todo pasada la frontera de los cuarenta, incluso cuando puedan ser el premio al deseo –nada trágico– de desaparecer de golpe, las separaciones bruscas nos siguen oliendo a tragedia infantil, como el primer día de entrega de las notas en la escuela. Esa jornada se nos ponía mal cuerpo. Nos sentíamos víctimas de un asesinato y, a partir de ese momento, entendíamos, con pavor, que ésta sería la bienvenida habitual de cada una de las sucesivas edades del hombre.
–Esto debe ser sufrir, pensaba uno.
Y lo era.
Cuando alguien desaparece o algo se nos rompe entre las manos caben dos opciones: o tratar de volver a unir sus partes de forma artificial, lo cual es generalmente inútil, o aceptarlo sin más. Es lo más inteligente. El estoicismo nos ha ayudado a entender como un placer el hecho de contemplar –a ser posible con la música de fondo de un día de lluvia– nuestros pedazos rotos. Los clásicos esculpían estatuas perfectas dedicadas a sus dioses y en honor de sus héroes. Eran tan exactas que no permitían soñar. Las que todavía se conservan en los museos carecen de muchas de sus piezas: las partes ausentes les otorgan, como un verso suelto, la secreta poesía de lo imperfecto.
En la vida conviene aceptar con el mismo espíritu las heridas y disfrutar –siempre con moderación– de los desengaños privados. Es la única forma de seguir adelante. El tiempo ordena los días igual que las copas de vino guardadas en una alacena alta. Hay mañanas en las que nos sirven para libar caldos fermentados. Otras preferiríamos morder su filo aunque los cristales quebrados nos desangren la boca. Despedirse de todo esto, el día que nos toque hacerlo, será como ver el vino derramado sobre el mantel blanco de la mesa. Algo inevitable y, al mismo tiempo, naturalmente hermoso.
[Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía]
[7 febrero 1997]
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