Tras el desastre de Valencia, convertida en una inmensa colonia de ahogados, ruinas, barro y supervivientes a los que, además de haberlo perdido todo, ya no se les concede ni el derecho a la indignación, uno tiene la sensación de que España vive una suerte de final de ciclo. El tiempo tendrá que confirmarlo, pero la sensación, que es lo que sucede a la intuición, es que la realidad, con todo su infinito y abrupto pormenor de sufrimientos, ha destrozado algo más trascendente que los pueblos, las tierras de labranza, los coches, los anhelos y los hogares. Ha derribado también el inmenso muro de propaganda, mentiras y bulos institucionales con el que el poder oficial –que en Valencia administra el PP y en España ostenta la mayoría parlamentaria que (todavía) sostiene a Pedro Sánchez en la Moncloa– se protege a sí mismo de sus actos y culpa a los demás, sean adversarios políticos o víctimas anónimas, de todas las calamidades posibles y de buena parte de las imposibles. Populismo vestido de soberbia.
Los Aguafuertes en Crónica Global.