Herman Hesse, el autor de El lobo estepario, obra cuya adoración está tan extendida como justificada, sobre todo entre quienes nos consideramos miembros de la nutrida legión de los solitarios atávicos, tiene un libro, aparentemente menor, que en su momento compuso con un título descriptivo: Lecturas para minutos. Contenía una serie de reflexiones breves en las que el ingenio, el pensamiento sintético y la hondura filosófica reinan en minifundios verbales. Alianza Editorial las reunió hace unos años en su estupenda colección de bolsillo.
El libro es una joya, uno de esos caprichos que los grandes se permiten de cuando en cuando, acaso en ese momento de la vida, inevitable, en el que el peso de las obras mayores es excesivo. O cuando, sencillamente, es hora de evadirse haciendo, de otra forma, lo que se hace todos los días por oficio: llenar páginas con palabras. Huir de un territorio que se domina, sobre todo en literatura, es un sanísimo ejercicio que permite a quien lo realiza volar sin la seguridad de lo conocido, desligado por completo de una forma, un género o de sí mismo; abierto tanto a la burla como a lo desconocido. Es una fecunda manera de viajar sin moverse.
Al igual que ocurre con los viajes, primero se hace la travesía y después, sólo más tarde, se convierte en literatura. Los libros menores de los grandes autores suelen escribirse durante toda la vida, cuando las lecturas, las experiencias y las decepciones han construido la red de vínculos y afinidades que nos define y nos permite saber diferenciar lo accesorio de lo sustancial. Es cuando sabemos realmente quiénes somos cuando podemos atrevernos –aunque sea siempre en vano– a contarles a los demás cómo creemos que es la vida y sus conjuntos.
Los compendios fragmentarios de los escritores tardíos embargan el pensamiento y expanden la razón. Suelen ser libros sinceros, curativos, mentalmente higiénicos. Tampoco asustan a los profanos aunque estén llenos de delirios sentidos: uno se los puede llevar a la cama sin pensar que se dormirá antes de pasar a la siguiente página. Es algo paradójico: a veces las grandes ideas, los asuntos que explican la vida, todas esas cuestiones que terminan formando nuestro breviario de pequeñas sabidurías, se pasan el tiempo cogidas con alfileres en la solapa. Son frases, párrafos sin pulir, que parecen pilares sobre los que no hemos terminado de alzar ningún edificio, pero que lo permitirían en cualquier momento.
Los clásicos fueron unos maestros en el arte de las sentencias, el juego más divertido que existe. Quienes nunca hemos servido para el fútbol tuvimos la fortuna de criarnos haciendo juegos retóricos, en vez de ensayar faenas de toreo de salón o fingir goles imposibles delante de una portería falsa, delimitada por dos piedras en mitad de un callejón. Nuestra filosofía vital no viene de los grandes tratados, sino de estas frases de libros diminutos, fragmentarios, sin estructura, con los que algunos escritores, como Hesse, nos han enseñado que no hay un único camino, sino variantes de un mismo sendero: la existencia personal, individual, irrenunciable. La variedad de este quinto género abarca desde el refranero, tan socorrido en las diputas verbales, a los caprichos de Carlos Edmundo de Ory, un gaditano que sería imposible de concebir sin París.
Esta literatura de racimo, de la que ya hemos hablando antes en estas disidencias –que a veces van siendo más, y otras menos, pero al menos van siendo algo– contiene una filosofía de sesenta segundos por unidad, impacto lento pero seguro, que da forma a un puzzle de un mapamundi de conceptos que nunca vamos a terminar mientras sigamos vivos. En los libros tan lícito es buscar evasión como sabiduría. Los grandes escritores nos demuestran que no hay que renunciar a ninguna de las dos cosas. Hesse escribió sus lecturas para minutos como diálogos consigo mismo, con el tiempo, y en silencio, con la quietud de quien se sabe finito y no intenta ignorarlo, esconderlo o relativizarlo. Son frágiles ráfagas de viento que refrescan la mente en esa eterna partida de ajedrez que todos disputamos con el destino. Hesse sabía que cuando escribimos, leemos y amamos nunca dejamos de estar solos, cobijados temporalmente en una cuadrícula que en cualquier momento puede destruir el enemigo.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[28 julio 1995]
Deja una respuesta