Todos tenemos un pasado, pero ese tiempo secreto, que se diluye con el curso de los años, estrechándose, no siempre explica lo que somos en el presente. La vida consiste en esto: dejar de ser aquellos que fuimos para convertirnos en otros, distintos: los que somos ahora mismo y dejaremos de ser mañana. En el caso de Leonard Cohen, poeta y músico canadiense, estos antecedentes personales hablan de una firme, decidida y temprana vocación por la literatura que, en el caso concreto de la poesía, su manifestación más pura, se convirtió en un oficio diletante, aunque con suerte relativa. Los grandes artistas lo son porque fracasan.
Tuvo que contarlo muchas veces, como si rememorase un viejo desengaño: rebasados los treinta años, más o menos con la misma edad de Cristo, Cohen descubrió que no podía pagar sus facturas con las escasas regalías que le dejaban sus libros de poemas y las dos novelas que había escrito entre Montreal y Grecia. Salió desde Hydra, su paraíso diminuto, para pasar una temporada en Nueva York, donde logró atraer la atención que siempre causan los desconocidos, escribiendo algunas canciones folk para otros. Casi siempre, damas.
Las Disidencias en Letra Global.