Los estíos de infancia y espiga, aquellos veranos rurales de nuestros abuelos –quien tuviera abuelos rurales me comprenderá; en las ciudades estas cosas son algo distintas–, solían ser generosos en dos cosas: calor y lecturas. Los libros cumplían una misión terapéutica similar a la de un ventilador encendido durante las tardes de látigo soleado: servían para distraer, aprender y refrescaban un ambiente que a ratos parecía mineral y otras se sentía plomizo, pesado, inmisericorde.
Era la edad de la inseguridad. De la timidez. Los años de los miedos primeros, que siempre se manifiestan sin avisar. Los libros ejercían de bálsamo ante estos temores existenciales: eran un escondite perfecto, bajo la forma de coartada razonable, cuando llegaban las malditas visitas familiares y había que soportar aquellas comidas interminables que se alargaban durante horas hasta que alguien –generalmente la abuela– decía que se iba a dormir y la tertulia infinita se terminaba en seco. Quedaban entonces las mujeres recogiendo la mesa –la vida rural era tradicional– y los entonces niños teníamos dos opciones: o el fútbol o los libros.
Yo me inclinaba siempre por la segunda opción, consecuencia de un ejercicio descarado de plagio paternal: el vicio confeso del progenitor podía ser un adulterio privado del vástago durante toda la tarde y hasta bien entrada la noche que se convertía, sin remedio, en madrugada. A esas horas altas el castigo divino del calor cesaba o, cuanto menos, se atenuaba gracias a un túnel de vientos repentinos en los que la corriente permitía cenar –tarde, como se hace en el Sur– y se oía el canto de los grillos. El tiempo fue destruyendo este paraíso, que nunca dejó de ser imaginario.
Leo estos días en los periódicos, que son como libros imperfectos y por fascículos, los habituales reportajes en los que los políticos nos cuentan sus planes de verano. Todos ellos hablan de lecturas. En política está bien visto leer, aunque los efectos beneficiosos de esta sana costumbre no se perciban con claridad en los hechos cotidianos y, mucho menos, parlamentarios. Todos repiten lo mismo: familia, descanso y libros, preferentemente en la playa o el campo. El caso más llamativo es el de Rejón, portavoz de IU en el Parlamento andaluz, que ha dicho:
“Este verano me leeré unos cincuenta libros [sic]”.
Así, sin respirar. Teníamos un fénix de los ingenios en la cámara andaluza y no nos habíamos enterado. Suena a impostura, pero igual es cierto, aunque –sospecho– su declaración de principios tiene más que ver más con esa costumbre de desconcertarnos que tienen ciertos cargos públicos que con la disciplina que exige devorar ritualmente medio centenar de volúmenes. De cualquier forma, esperamos que la selección sea cuidadosa: la cantidad no siempre implica calidad. Ni la excepción, norma.
Nuestros políticos no deberían leer tanto, como juran y perjuran, en verano, sino a lo largo de todo el año. La lectura es una droga, lo sabemos: para poder consumirla hay que quitarle horas al sueño, a las comidas, a la siesta y a la familia. No resulta fácil. Pero quien lee de verdad, quien entiende la lectura como un alimento íntimo y personal, no suele contarlo ni juega a esta comedia de los tenores huecos. No le hace falta. Le basta y le sobra con los libros, artefactos perfectos.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[18 agosto 1995]
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