A veces, uno no termina de encontrarle sentido a los libros leídos por obligación. Sobre todo si han transcurrido varios años. Ya pueden suponer a cuáles me refiero: esas novelas en cuya portada, antes que cualquier otro elemento, aparece la efigie del egregio escritor con cara pensativa; quizás, con la mano sosteniéndose el rostro, con un anómalo perfil de estatua. Por lo general se trata de la misma imagen que usan para las solapas y para las conferencias. En algunos casos concretos, la literatura, por aquello de ahorrarle esfuerzo al lector, se está reduciendo a una conferencia en diferido.
Se trata, obviamente, de un sucedáneo, pero hay a quienes les parece simpático eso de ir a bolos en lugar de leer en casa. Esta semana nos han llegado al periódico varias invitaciones. Primera: José Luis Sampedro leyendo, a capella, La sonrisa etrusca. Segunda: Mario Benedetti presentando un rosario de poemas. Tercera: Millás (Juan José) presentando una de sus novelitas de andar por casa, ésas en las que el malestar físico de sus personajes es una patología literaria que ocupa la mitad de las páginas. ¿Literatura o ciencia forense? nos preguntamos. Más bien parece lo segundo, aunque Millás lo explica de forma compleja.
Muchos lectores han elegido convertirse en oyentes, asistentes o participantes en estos actos comerciales –de literarios en realidad tienen bastante poco– donde se nos aparece el autor en carne y hueso, siempre en el papel de protagonista. Cuando se trata de un verdadero sabio –cosa inusual– es un placer feliz, provechoso, agradable. Por lo general no pasa. La mayoría de las ocasiones en estos eventos culturales nos hemos encontrado con locutores que escriben o escritores que declaman su propia obra, a falta de dotes musicales o verdaderas aptitudes para el espectáculo. No son carne ni pescado. Ni vino ni agua. Sólo son puestas en escena.
El de locutor es un oficio noble. O, al menos, antes lo era: exigía dicción y la inigualable capacidad para seducir a los demás con la voz. En raras ocasiones incluso se acercaba al arte de los rapsodas: los buenos locutores, con frecuencia actores, extraían de los textos su ritmo secreto y lo proyectaban hacia el público, otorgándoles una vida fónica que hasta entonces sólo había oído su autor. Pero los grandes personajes literarios, sobre todo de las novelas, no tienen vida fónica, sino existencia mental, que es aquella que sólo otorgamos los lectores silenciosos. Si los experimentos fonéticos literarios –los libros convertidos en discos– no compensan ni en el caso de los clásicos, figúrense si nos referimos a los libros contemporáneos.
Uno siempre ha creído que la literatura, aunque se construya a solas y encerrado, nace en la calle. La literatura habita en los libros, pero se genera en el exterior de los gabinetes de los escritores, que simplemente manchan páginas con sus experiencias, o las ajenas, gracias al alfabeto. Los libros fónicos, tan de moda, disfrutan de una voz prestada pero carecen del aliento del lector, que es quien crea y recrea lo literario en el acto mismo de la lectura, que es un ritual íntimo e insustituible. Gracias a la dramatización literaria hay ciegos que leen con sus oídos. Nos parece excelente. Incluso hay quien disfruta por primera vez de la voz de Cortázar, uno de nuestros vicios preferidos. Nada que objetar. Pero la polisemia que encierra la verdadera literatura no puede grabarse ni reproducirse en vivo. Es un tesoro secreto. Una epifanía donde no importa la entonación, ni el acento ni el sentido del ritmo del rapsoda, sino el estado de ánimo de quien se pone, en silencio, solo, acaso de madrugada a escuchar a los muertos con los ojos, como nos enseñara Quevedo.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[3 mayo 1996]
Deja una respuesta