Los grandes hombres son aquellos que cambian el rumbo de las cosas y dividen en dos a la historia. Al menos, eso dice cierta tradición historiográfica que acostumbra a mezclar la biografía de algunos con las crónicas de todos. O lo que es lo mismo: que prefiere contar la historia común a través de la vida de sólo unos pocos. Se trata de un error extendido y frecuente éste de analizar a los pueblos a partir de la vida de un único individuo. Suele dar resultados parciales, poco rigurosos en términos académicos, pero es mucho más simple y, muchas veces, más rentable desde el punto de vista estrictamente comercial. También resulta más atractivo para aquellos que son aficionados al convencimiento fácil.
La estatura artística no siempre coincide con la física. Muchos de los grandes hombres de los que se nutre la historia son bajitos. Su tamaño exacto es lo de menos: la historia los juzgará por su estatura moral o por el tamaño del daño –el dolor tiene su propio sistema de dimensiones– que son capaces de producir entre sus semejantes, sus súbditos, sus enemigos. A veces la historia parece prendida del hilo monocorde que manejan estos elegidos: directores de orquesta bajo cuya batuta tocamos los demás. A unos nos toca a hacer los solos; a otros le corresponde agitar el triángulo, que siempre es un instrumento desconcertante.
Nunca se repara en que la partitura de la vida también incluye silencios, que es el sonido sordo de los verdaderos dramas. En el mundo de la literatura este afán por dibujar la totalidad a partir de la parcialidad –lo singular frente a lo colectivo– tiene grandes propagandistas. La historia de las letras se escribe a partir de unos pocos nombres. Garcilaso, se nos decía, cambió él sólo la poesía española durante el Renacimiento. Lo hizo a base de imitación: introduciendo el endecasílabo en una dicción basada en los versos de ocho sílabas, herencia de la tradición castellana. Cervantes resumió en El Quijote todos los experimentos narrativos de su tiempo, superándolos y creando la novela moderna a base de una humildad de mago.
Junto a los clásicos, la crítica moderna, tan aficionada a las terminologías, replica este modelo tratando de resumir la pluralidad editorial en unos pocos nombres consagrados. En la búsqueda de estos nuevos canónicos, que todavía no ha sido destilada por el tiempo, el único juez válido, se cometen bastante errores. Los triunfadores de hoy no tiene que ser necesariamente los del mañana; los nombres del mañana quizás no aparezcan en las gacetillas literarias que, cada vez con más desgana, publican los diarios. Muchos de los nuevos escritores son carne de tendencia. Fruto de la costumbre de fabricar genios a cada paso, la falta de paciencia o la ausencia de vista.
El escritor genial es rara avis. No crecen en los árboles. No digo que los editores, que son los que hacen los catálogos inmediatos, deban publicar a generaciones enteras para dar con los mirlos blancos. Bastaría quizás con que su donoso escrutinio, dicho sea a la manera cervantina, se guíe por parámetros distintos al mercado. No opuestos, sino complementarios. La literatura, para algunos, es un negocio de magras ganancias. Además de un mercado, se trata de un arte. Sólo haciendo oídos sordos a quienes te ascienden al Olimpo por circunstancias ajenas a la escritura se puede conseguir la gesta de un catálogo perdurable. No hay muchos genios ni abundan los mitos. Lo que sobran, en cambio, son los escritores de ocasión.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[24 noviembre 1995]
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