Los ensayos académicos suelen ser losas pesadas, troncos a los que hincarles el diente, por muy afilada que creamos tener la dentadura, no resulta agradable y rara vez es un ejercicio gratificante. Digamos que este tipo de libros son cualquier cosa menos libros felices. El esfuerzo al que obliga la mordida –dícese del sacrificio intelectual que implica desentrañar un manual lleno de citas ajenas y escasa aportación propia– puede equiparase a los mitológicos trabajos de Hércules. O a las míticas fundaciones de las urbes imaginarias, de las que tan buena literatura hicieron Calvino, Onetti o García Márquez, por poner algunos ejemplos.
En los tiempos actuales, donde los héroes son escasos o andan en asuntos ajenos a la vida universitaria, tan llena de saberes como de vicios demasiado terrestres, encontrar una perla en el océano subvencionado de las prensas académicas es extraño. En nuestras universidades pervive como un dogma un evidente error de perspectiva: hay profesores que se pasan un trimestre analizando la cadencia acentual de un verso de Góngora, confundiendo la erudición con el verdadero análisis de la literatura, que siempre es algo que pasa en la calle y, sólo después, llega a los libros.
Los textos académicos, en general, son de dos tipos: los que se escriben (o te los escriben) para llegar a catedrático y los que se hacen para mantener la carrera investigadora. Los primeros suelen ser oscuros y hermético. Están llenos de referencias bibliográficas –un vicio que sólo han solucionado los británicos, que las ponen al final del texto– para poder demostrar al examinador (un lector verdadero se supone ajeno a este ecosistema) el perfecto dominio de la materia y optar así a la correspondiente credencial. Los segundos se escriben para justificar, de vez en cuando, el tiempo que algunos profesores se llevan sin dar clase, aunque –burocráticamente hablando– la docencia sea el verdadero oficio de los titulares universitarios.
La vida universitaria exige investigación –al peso– y el oficio de dar doctrina: asistencia a congresos, conferencias y organización de jornadas que rara vez interesan a alguien que no esté haciendo méritos para su incorporación al cuerpo. Hay excepciones, por supuesto. Cuando aparecen, casi siempre son deslumbrantes: profesores entregados a transmitir a los demás el placer de la lectura, a enseñar la milagrosa capacidad de la literatura para representar el mundo o a escribir ensayos llenos de frescura y sabiduría que nos hacen saltar de la silla.
Uno de ellos es Literatura y Comunicación, un librito de Jorge Urrutia que Espasa Calpe decidió en su día dar a la imprenta. Está lleno de viento, y no precisamente cervantino: sin los defectos de la prosa académica más al uso –ese estilo limado en el que las palabras no brillan, sólo describen algo de forma artificial– el ensayo de Urrutia es ameno y el final bastante sincero. Tras un centenar de páginas en las que analiza las relaciones entre la literatura y el periodismo como una de las variantes de literatura portátil, termina admitiendo que no existe diferencia lingüística expresa entre ambas modalidades del arte de la escritura.
La conclusión puede ser discutible –de hecho, lo es– pero el libro evita caer en lo doctrinario. Es de agradecer en quien, se supone, debería sentar cátedra al pronunciarse sobre estas cuestiones. Urrutia plantea muchas preguntas y no ofrece respuestas infalibles, sino aproximaciones. Quizás porque las soluciones unívocas sólo están en manos de Dios o suelen ser falsas. En los tiempos de soberbia académica que corren enseñar a dudar es un excelente ejercicio intelectual. Prueben a hacerlo. No se arrepentirán.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[10 noviembre 1995]
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