La estrecha mirada con la que los estudiosos compendian la literatura de nuestros días, ya sea mediante antologías o agrupamientos varios nacidos al calor de alguna firma editorial, deja siempre fuera de juego a los que denominan géneros menores, esos libros en los que los críticos no encuentran materia suficiente de glosa y relegan bajo el argumento de que sólo son literatura de consumo, superficial; caprichos narrativos en los que la estética no se encuentra escondida tras metáforas imposibles o misteriosos personajes a los que poder analizar con lucimiento personal. Suelen ser éstos libros en los que las cosas están bastante claras. No hay simulacros. Son relatos de una simpleza rotunda que versan sobre asesinatos, amores, violaciones, desengaños, ajustes de cuentas; crudeza vital, en definitiva. Muchos de ellos son literatura negra.
La famosa ‘semana black’ de Gijón empezó hace días. Es una tradición sana y pertinente contra cierta crítica, más académica que erudita, que sigue sin valorar estas obras exclusivamente por su contenido, obsesionados sólo con la firma que las (re)presenta. Se trata de esos críticos sostenidos por las instituciones culturales –el presupuesto, el periódico– o vencidos por la influencia editorial. Gente que ha condenado la curiosidad y el arte de descubrir el talento literario al destierro. Críticos de camada, las más de las veces. Dioses de la nada. La literatura negra, que es distinta a la policíaca, algo más previsible, ha vivido lustros escondida en las catacumbas. Sus colecciones llegaron a extinguirse. Las únicas muestras disponibles eran versiones liberales del género o incursiones de alguna pluma de renombre que –entonces sí– merecían de inmediato el comentario del sanedrín canónico. Para ellos, todo lo que no venga disfrazado de complicación no es literatura.
En los tiempos que corren los libros negros parecen haber vencido definitivamente esta condena secular. Vuelven a la calle, ocupan estantes en las librerías. Salen al mundo sin prejuicios, avalados por la aceptación de un público, quizás no masivo, pero en ningún caso despreciable, que huye de la trascendencia impostada. Un público fiel. Lectores que no necesitan que el secreto de un libro esté guardado bajo siete llaves en un baúl y que, en demasiadas ocasiones, terminan viendo cómo la novela elegida acaba convertida en el arca que el Cid dejó en prenda a los judíos: como un cofre lleno de piedras.
Frente a los críticos de atrio y cátedra, y a sus libros respetables, los negros, los libros malditos, las colecciones de relatos, novelas breves y cuentos sentimentales –ciertos de ellos– son un reducto perfecto en el que contar historias con vocación de estilo y sin laberintos. Muchos están escritos con garra, con maestría, siempre con extraordinaria variedad –unos persiguen el relato primario, otros reinventan la retórica decimonónica, los más extrañas incursionan en el vanguardismo–, pero manteniendo al lector atento, agarrado a las páginas, como si en ellas se jugara su vida. Algunos de estos libros nos resumen las claves del mundo sin hinchar el perro.
Otros hacen que olvides los problemas domésticos, las letras a plazos, la hipoteca, los pagarés, al jefe, a dios o a los niños. Todo lo que requiere nuestra atención y desgasta nuestras energías. Defenderlos no es ir contracorriente. Es una obligación. La literatura de arte menor merece justicia poética. Sólo le obsesionan los dos elementos que hacen literario un relato: la historia y el estilo. Las novelas negras están hechas con con el lenguaje de la calle. El que se habla en las ramblas, en los prostíbulos, en las oficinas. Nacen en las esquinas, en las comisarías, en los arrabales, en los barrios periféricos. Ésta es su grandeza, no que se vendan en los despachos.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[14 julio 1995]
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