El tiempo, como dejó dicho en algún sitio Agustín de Hipona, es siempre algo más. Algo más que tiempo, quiero decir. Las horas, al menos así se me figura desde siempre, son un concepto disfrazado: una idea bajo la que cada uno cobijamos los asuntos que no sabemos bien cómo denominar, esa suerte de fogozanos repentinos. Así, cuando hablamos de los años tenemos la sensación de hablar de algo que se ha ido. De algo que no siempre ha sido bueno.
Cosas como el paso de la vida, el fluir fluvial de la existencia, los estíos, el sabor del aceite sobre el pan, los guisos de las abuelas y otras cosas personales diluidas por el agujero –negro– del almanaque, que conforme alivia su peso de papel deja en nosotros una sensación de futilidad que no nos abandonará nunca. Estas vinculaciones sentimentales surgen a borbotones cuando pensamos en la naturaleza de las horas. Del tiempo y sus ropajes, no siempre elegantes, nos habla también La lluvia amarilla, la novela que Seix Barral le publicó a Julio Llamazares hace algunos años. Exactamente ocho. Llamazares traza con este relato un ensayo existencial sobre la soledad, que es el destino habitual del mundo probable donde habitamos.
Por mucho que cultivemos los silencios, y escondamos nuestra individualidad en lo más profundo de la carne, en el fondo estamos solos. Abandonados incluso entre la multitud de las famosas sagas meridionales. La sensación de compañía es circunstancial, mera apariencia. Temporal: dura lo que separa nuestro nacimiento de nuestra propia muerte. La soledad permanece escondida, agazapada, pero siempre presente aunque los espejismos y los apellidos nos digan otra cosa distinta. Un buen día la muerte ajena rompe la ficción de eternidad con la que hemos crecido. Entonces las cunetas comienzan a llenarse de amigos, compañeros y conocidos.
Nosotros seguimos en la autopista, pero empezamos a caer en la cuenta de que la convención de lo perdurable tan sólo es una señal más de tráfico. Somos conductores solitarios con una carga demasiado frágil: a nosotros mismos. El personaje de La lluvia amarilla no circula más que por las carreteras de su propia memoria. Abandonado en un villorrio perdido, húmedo y podrido del Pirineo, donde se ha convertido en el único habitante cansado o en el fantasma del único habitante oficial. ¿Hay alguna diferencia?
En Ainielle, el territorio que Llamazares, igual que Onetti, igual que Rulfo, recrea en su novela no hay habitantes reales: sólo recuerdos, el tiempo en hibernación, como esculpido. El desarraigo, igual que sucede en la vida real, acontece en la novela en el mismo sitio donde, en teoría, debían encontrarse las raíces personales. El protagonista se quedó donde siempre estuvo su sitio mientras los demás se marchaban, se suicidaban o se iban muriendo de una muerte tan natural como fatídica.
El tiempo no es más que la lluvia amarilla que cae sobre las hojas del otoño. El último de la saga siente un dolor de humo en el pecho, confunde el sueño con la vigilia y no es capaz de averiguar si está vivo –y loco– o muerto –y cuerdo–. Vive en un presente perpetuo que se impone a las estaciones. El tiempo formal se mueve, pero su tempo vital se ha agotado. Todos sus recuerdos anuncian su muerte. Su único problema es que tiene que aprender a esperarla. Ainielle es un espacio imaginario. Y, sin embargo, existe. Todos lo llevamos dentro.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[19 abril 1996]
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