La primera imagen –una escala marítima en el puerto de La Coruña, desde la barandilla del crucero Espagne, camino de Francia, donde le esperaban para encomendarle las tareas de ayudante segundo en la embajada mexicana– apenas fue un vislumbre. Las reverberación de una tierra desconocida de donde venía el idioma en el que hablaba y pensaba, y al que dedicaría todos sus esfuerzos como escritor. La segunda visión, también pasajera, se repetiría desde otra costa diferente –en esta ocasión los muelles de Santander, con el Cantábrico a sus pies–, para difuminarse hasta que un años después, en 1914, ya sin sustento diplomático ni sueldo a cargo de la república, un Alfonso Reyes de veinticinco años, que todavía conservaba la melena y lucía bigotes poblados, se lanzara a cuerpo a la conquista del mundo literario. Así fue la irrupción del gran prosista mexicano en el efervescente (y miserable) Madrid de la primerísima modernidad, cour des miracles, que contemplaba –atónito– el comienzo de la Gran Guerra y cuya élite, esa academia del café y el Ateneo, creía ser capaz de sacar al país, perdidas ya sin remedio las últimas colonias americanas y asiáticas, de su colosal depresión para sanar el colapso de ultramar con un idealista acercamiento a Europa.
Las Disidencias en Letra Global.