Los que no sabemos muy bien qué hacer con nuestra vida gastamos buena parte del tiempo leyendo libros, opúsculos y hasta los recetarios de las medicinas. El caso es leer. Uno se pregunta de dónde diablos viene este vicio secular que lo ha tenido infinitas noches sin dormir, bajo luces eléctricas, o perdiéndose el paisaje de la ciudad natal mientras devoraba los versículos signados por los muertos, como decía Quevedo, en un pergamino o en gavillas hechas de papel húmedo.
De la infancia uno guarda pocas cosas, en su mayoría diminutas e inmateriales: algunos recuerdos, ciertos objetos que en algún instante, hace ya demasiado tiempo, tuvieron un determinado significado y memorias de humo que definen cómo fue aquel que fuimos y que, irremediablemente, ya no volveremos a ser nunca más. La lectura es una de esas costumbres vitales que nos van a durar toda la vida, aunque jamás podamos ya leer igual que entonces. A Borges, que se pasó la vida leyendo hasta que se quedó ciego, le sucedía algo parecido. De ahí que antes de poner el pie en el estribo presumiera de las páginas leídas más que los folios escritos. Los escritores ciegos forman una estirpe singular dentro de la historia de la literatura. Paradigmático es el caso de Homero, el poeta griego.
De pequeños aprendemos a mirar y, muy poco tiempo después, a leer. Observamos con los ojos, nos enamoramos con la mirada y sentimos miedo ante los rostros demasiado fijos. Crecer consiste en aprender a devolver las miradas asesinas. Toda nuestra vida, y también las vidas ajenas, pasan por delante de nuestras pupilas. Uno se pregunta a veces cómo se puede vivir sin ver y cómo se puede escribir sin leer directamente, sin ese acto, íntimo y personal, que es enfrentarse con un libro abierto. Nacemos solos, leemos solos y morimos solos. Hay quien censura la literatura construida con literatura, las novelas hechas a partir de lecturas, los poemas que emulan los versos ajenos, reclamando por contra una literatura de la calle que en realidad nunca ha existido: toda la literatura viene de los libros. Lo que palpita en la calle no es la literatura, es la vida, que sólo entra en los libros gracias a los buenos escritores.
El estilo, que es la condición, y también la ambición, de quienes hacemos libros, es un resorte secreto escondido dentro de nosotros mismos, aunque para emerger requiera mucha práctica y los latigazos la experiencia, la hiel de los desengaños, la lija de las decepciones. De donde se concluye la siguiente ley: sin la vida no se pueden hacer buenos libros. O también que no hay libros realmente provechosos en los que no esté la existencia. Aprender a leer de una determina manera durante la infancia es un milagro por el que nunca dejaremos de estar agradecidos a nuestros progenitores.
Mi padre leía, observaba, reflexionaba. Yo he dado un paso más, seguramente hacia el abismo: escribo. El pecado me ha convertido en anarquista spenceriano, en un subversivo pacífico que libra sus guerras delante del folio y que sólo concibe la victoria cuando termina, tumbado en el sofá, algún libro.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[23 febrero 1996]
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