El odio se ha convertido en el principal argumento de la política española. Los usos totalitarios puestos en práctica durante el último lustro por los nacionalistas en Cataluña, cuyos principales afectados son los catalanes que no comparten sus opiniones, han terminado exportándose a la vida política, convirtiendo la dialéctica (educada) de la política civilizada en un inmenso barrizal de estiércol que desde los espacios virtuales –esos universos paralelos– termina influyendo, como en los relatos de Borges, en la realidad más prosaica. La gran diferencia con los tiempos pretéritos es que el rechazo contra el diferente, ahora, se hace en el sagrado nombre del amor, el buen rollo y determinadas causas que, siendo nobles, se están convirtiendo, gracias a esa forma de manipulación posmoderna que es el activismo interesado (que nada tiene que ver con el compromiso honrado), en un negocio para los ofendiditos, administradores de una supuesta superioridad moral que no está sustentada por sus hechos ni por sus actitudes, sino amparadas en las leyes de la horda. Ninguna se sanciona en un parlamento.
Los Aguafuertes en Crónica Global.
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