¿Por qué se suicidan los poetas? Es una buena pregunta. En los tiempos del prosaísmo, los poetas ya no deberían emular a sus antecesores románticos y precipitar su propio fin. No corresponde con los tiempos vulgares. Quienes todavía se matan –presuntamente por amor– de vez en cuando son parejas de adolescentes que usan el suicidio como señal de protesta, o los dementes habituales a los que todo les da igual. Incluida la vida. Alfred de Vigny, un dramaturgo francés, escribió el siglo pasado unos dramas que en nuestro país se editaron bajo el título común de Dafnys-Chatterton (Espasa Calpe, 1969). En ellos encontré hace años la mejor justificación sobre el suicidio poético, que es una materia estudiada con generosidad por los expertos en ese hastío vital que los clásicos modernos llamaban spleen.
Narra el segundo de estos dramas la historia de Thomas Chatterton, un suicida prematuro, perteneciente al extraño linaje de los verdaderos poetas, que son muy distintos a los cantores que ahora firman libros en las correspondientes ferias de provincia. Chatterton fabricó un cadalso a su medida para dar el salto triunfal hacia la otra vida, que siempre es supuesta. ¿Qué es un poeta?, se preguntaba. Según su perspectiva, un ser puro, raro y apasionado. Otros dirían que un inmenso farsante que trabaja con apariencias culturales avejentadas. No es descartable que los poetas sean, en realidad, ambas cosas. Entre quienes se reinvidican a sí mismos con tal condición, cosa que no deja de ser sospechosa, hay de todo. Seres admirables y criaturas deleznables. Albatros, según Baudelaire. Vigny lo explicaba así:
“[Un poeta] Pertenece a esa raza exquisita y poderosa que es la de los grandes hombres inspirados. La emoción nace con él tan profunda y tan íntima que lo sume desde la infancia en éxtasis involuntarios, en sueños interminables, en invenciones infinitas (…) Lo que no hace más que rozar a los otros le hiere a él hasta hacerle sangrar, los afectos y las ternuras de su vida son aplastantes y desproporcionados, sus entusiasmos sucesivos lo extravían (…) Los disgustos, los choques y las resistencias de la sociedad humana lo sumen en profundos abatimientos, en negras indignaciones, en dolorosas invenciones. Porque lo comprende todo demasiado profundamente y porque su vista va directa a las causas que él deplora o desdeña, cuando otros se detienen en los efectos que ellos combaten”.
Tras la cita se adivina a un poeta victimista y grande en su actitud de abandono. El texto muestra la imagen del poeta como un ser descatalogado, perdido en su grandeza. Ser un poeta es entender la vida demasiado bien. Y saber que no es buena, ni santa, ni honrosa. Pessoa decía que todo poeta es un fingidor. También un disidente. Ante los demás interpreta el papel de un ciudadano ordinario, normal. En soledad se revuelve contra esta imagen. Los demás entonces no saben si tomarle por loco –un demente que pudiera llegar a suicidarse– o por un genio que no alcanza a comprender la verdad de las cosas.
Theopile Gautier escribió el mismo día que Vigny estrenó su obra,
“¿Cómo interesarse por un individuo que no tiene capital, ni rentas, ni casas, ni propiedades al sol? ¿Cómo entender a un tipo que no quiere aceptar un empleo bajo el pretexto de haber escrito La batalla de Hastings, llena de poesías anticuadas compuestas al estilo inglés? ¿Considerarlo un genio? Es algo imposible. Sencillamente imposible”.
Este mismo asombro de Gautier lo suscribirían hoy casi todos los escritores asentados. Que los poetas no se suiciden, en cierto sentido, viene a ser la prueba de que quizás ya no existan, aunque tantos farsantes se reclamen ante los demás como tales. Chatterton, poeta de buhardilla y arsénico, del que no se acuerda nadie porque en realidad no existió –sólo es el personaje de un drama olvidado–, como buen romántico, volvería a matarse si naciera ahora. Ser un incomprendido es una condena insuperable en un mundo que gira en sentido opuesto a los verdaderos sentimientos. Los poetas son los hijos irrepetibles de este linaje sin descendencia. Aquellos dispuestos a suicidarse –aunque no lo hagan– por motivos espirituales. Ni por amor, ni por subversión. Sencillamente porque es la condición de aquellos que, a ojos de los demás, son versos sueltos.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[24 mayo 1996]
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