Es el signo de los tiempos digitales: productos sin materia, leche sin lácteos, queso creado artificialmente, sin necesidad de ordeñar vacas ni de alimentar ovejas, sexo sin contacto, huevos sin gallinas –resolviendo así el viejo dilema de la causalidad–, carne creada con impresoras y (supuestos) periódicos que no saben qué diablos es una noticia. El capitalismo digital, que todavía se encuentra en su prehistoria, aunque nos asombre, ha convertido el viejo sueño de la libertad de creación –en el internet primitivo nadie pensaba en los derechos de autor porque todo se compartía de forma altruista, en una suerte de ágora electrónica– en otro paradigma, distinto, que explica nuestro presente: ya no importa cómo se hagan las cosas, ni tampoco la calidad de las mercancías. Lo trascendente –en términos mercantiles– es que exista alguna clase de transacción, aunque sea del aire que respiramos. No exageramos: los mayores del lugar, disculpen ustedes la tristeza, recordamos cómo en las tiendas de los museos del pasado –donde lo que se exponían eran verdaderas obras de arte, en vez de videos, cartelería y textos aumentados de tamaño para poder articular un relato– se vendían, a modo de souvenir, latas vacías y herméticamente cerradas que contenían eso: aire.
Los Aguafuertes en Crónica Global.