Acaso la culpa la tuviera el Romanticismo, que en contra de la Ilustración, su inmediato precedente, instauró al individuo como único patrón para juzgar el arte de la modernidad más temprana, elevando así al sujeto a la cima del Parnaso e identificando la subjetividad como única poética, pero lo cierto y verdad es que el talento (literario) acostumbra a ser un hecho contagioso y la inteligencia es saludablemente promiscua. Se comprende bien cuando uno se topa con los grandes autores –Cervantes, Shakespeare, Borges, Goethe–, esas cimas que nos parecen inalcanzables. Ante ellos cualquier escritor no experimenta –o sólo sucede durante un breve instante– pánico ni siente el amedrentamiento de saberse incapaz de emularlos. Sucede lo contrario: la lectura de los clásicos –entiéndase esta categoría en todo su espectro– es lo que más anima a otro escritor a ponerse a escribir, con independencia del resultado. En literatura rigen las leyes del círculo virtuoso: los buenos escritores hacen mejores a sus lectores y a otros autores; los mediocres, en cambio, todo lo aplanan.
Las Disidencias en Letra Global.

