“Las autobiografías deberían escribirse después de muerto. Las memorias, nunca. Da serenidad y perspectiva a lo que no la tiene. Es posible que desde fuera tenga sentido la cosa, la vida. Que se vea clara la causa, la raíz, la madre del cordero”. Cualquier escritor desearía, si es que la inseguridad no lo ha convertido hace tiempo en su prisionero, mandar el mundo a paseo y ponerse a escribir sin tonterías, sin teorías, prescindiendo de un guión establecido, a la buena de Dios, entregado al deslumbramiento del instante y guiado por el vendaval –no siempre piadoso– de la improvisación. Escribir sin que importe el género, ni la sintaxis –que nace y brota sola, se enreda y se desenreda sin admitir más dueña ni señora que ella misma– y, simplemente, dejar para siempre por escrito las palabras que bailan en tu cerebro. No es una tarea fácil: a muchos autores (españoles) les sucede con la literatura lo mismo que aquellos que no terminan nunca de hablar bien otro idioma, aunque dominen a la perfección las reglas gramaticales y sepan el léxico: el infinito miedo al ridículo, que es el más tonto de todos, acaba frustrando sus deseos, al hacerlos incapaces de imitar (como hacen los niños) la melodía y la dicción de la lengua extranjera.
Las Disidencias en Letra Global.