Todas las despedidas del mundo son un acto de libertad y, al mismo tiempo, un ejercicio de estéril melancolía. Nada es más difícil en esta vida que decir adiós a todo lo que conocemos, o hacemos, cuando sabemos por anticipado que no se trata de ningún efímero hasta luego, sino de un verdadero punto y final. Mario Vargas Llosa (Arequipa, 1936), el último superviviente de los autores del boom latinoamericano, ha decidido escribir el epílogo de su larga carrera literaria –seis décadas de creación compulsiva– y apagar así el fuego interior que ha alimentado las maderas nobles de sus 87 años. Que lo haga después de ser nombrado inmortal por la Academia Francesa no deja de ser un acto (irónico) de realismo: muchas de sus obras entraron hace decenios en la posteridad literaria; el hombre terrestre, en cambio, camino ya de convertirse en un ilustrísimo nonagenario, se sabe sabiamente perecedero. “Ahora me gustaría escribir un ensayo sobre Sartre, que fue mi maestro de joven. Será lo último que escribiré”. Hace unas horas los periódicos reproducían estas palabras junto a la noticia del (casi) retiro del escritor peruano. Son parte del colofón de su última novela –Le dedico mi silencio (Alfaguara)–, que dentro de nueve días estará en las librerías. La revelación fija la melodía con la que debe leerse su despedida de la narrativa, una obra de postrimerías que recurre a las fieles herramientas de la ficción para entonar un largo adiós sentimental.
Las Disidencias en Letra Global.