“Converso con el hombre que siempre va conmigo / quien habla solo espera hablar a Dios un día”. Estos dos versos del ‘Retrato’ de Antonio Machado, cargados con la sencillez (aparente) que identifica los sentimientos humanos más profundos, pueden leerse como la expresión de esa infinita soledad que, incluso dentro de una multitud, rodea siempre a los hombres. En el caso de Max Aub (1903-1972) son un resumen exacto de su destino: un escritor (excelente) sin lectores (coetáneos), expatriado tras pasar por campos de prisioneros en Francia y Argelia, huido de su país, detenido y maltratado, sacudido por los amargos estragos del exilio, olvidado durante lustros por quienes han hecho de la literatura una institución cerrada y, acaso, el memorialista más importante de esa dignísima España peregrina –bautizada así por José Bergamín– que sobrevivió a la Guerra Civil sin renunciar ni a sus convicciones ni a su patria, pagando el inmenso precio de un desengaño perpetuo. Aub, nacido en París de padres alemanes, judío agnóstico, criado en Valencia, se pasó la vida sobreponiéndose a una larga sucesión de calamidades y escribiendo, sin que esté todavía claro si lo primero fue la causa de lo segundo o al contrario. No importa. Lo suyo, más que vocación, fue obstinación: una forma (agónica) de redención.
Las Disidencias en Letra Global.