Las ciudades son destinos universales. Y, al mismo tiempo, locales. Entre ambos territorios, el lejano y el cercano, reside el dominio metafísico de las grandes urbes literarias. Dicen aquellos que han estudiado el fenómeno que las ciudades son como los seres vivos: tienen un periodo de esplendor, corto y deslumbrante, rodeado de un camino iniciático previo y un sendero –inevitable– hacia la decrepitud. Primero está la ciudad adolescente, impúber, la ciudad de los orígenes. Después un buen día aparece la ciudad senil, la ciudad retirada, como una momia vetusta, envejecida, vencida por el tiempo. Por carácter, uno siempre ha preferido las segundas: las ciudades decadentes. Hay otros que, sin embargo, sueñan con vincularse en algún momento de su existencia a las ciudades emergentes, las que viven en su propio cenit. Es el caso de la Florencia del Renacimiento, la Sevilla de Indias –que se confunde con la falsa ciudad barroca–, el Cádiz del XVIII, la Granada nazarí o la Córdoba califal. Madrid, de ser algo, sería una ciudad atroz y decimonónica. Barcelona, en cambio, parece eterna: casi nunca dejaron de suceder cosas en ese rincón del noreste peninsular.
La lista podría ser interminable: la Roma imperial, tanto en su variante latina como fascista, el Berlín del expresionismo, el Buenos Aires de Roberto Arlt. A partir de estas referencias culturales, más literarias que históricas, aunque con la base real que requiere la buena literatura, la editorial Alianza –un ejemplo de rigor y talento– compuso hace unos años una colección denominada Memorial de las ciudades. No era una idea nueva, por supuesto: Planeta ya publicó en su día otra línea de libros monográficos dedicados a los tiempos de la Sevilla de Cervantes o la Córdoba de los Omeyas, confiados a firmas ilustres como Caballero Bonald o Muñoz Molina. El mérito de la invención de Alianza es que, lejos de publicar la visión de estas ciudades de un sólo escritor, está construida a partir de la condición colectiva de las sucesivas ciudades literarias que conocemos bajo un único nombre. Creó así una suerte de compendios donde diversos escritores glosan –de forma subjetiva– una misma ciudad, revelando que la unidad de lo urbano, en el fondo, no es sino una convención. Una forma de abarcar la diacronía sublime de ciertos territorios sentimentales.
Uno de ellos está dedicado a La Habana, uno de mis paraísos imperfectos. En este caso las lecturas de la capital cubana son laterales, periféricas, vaporosas. Su mérito estriba en fijar –para siempre– un periodo concreto de la vida de estas urbes que ha dejado de existir, que estuvo y ya no está, o que aún está sin estar por completo. El enfoque es un acierto, pues no hay ciudad digna de tal nombre que no sea polisémica, una suma de retratos, dibujos y perfiles. El mundo son las ciudades del hombre, escribió el amigo Rivero Taravillo. Los países, cosa que sólo se sabe cuando se viaja de determinada forma, no existen. Son simples ficciones. Únicamente los lugares, como enseñaban los viejos anarquistas, tienen auténtico valor, lejos de entelequias burocráticas como las provincias o los condados. Con las ciudades nunca caemos en este tipo de desengaño: gustarán más o menos, pero siempre son tangibles. La vulgaridad tiene esta inmensa ventaja.
Una ciudad, como la Maga de Rayuela, es un misterio cercano que nunca terminamos de dominar por completo, de conocer del todo. Al igual que ocurre en la vida con ciertas mujeres, de las ciudades al amante pretérito le quedan los recuerdos, que son los suyos propios proyectados hacia el exterior. Verdaderos o falsos, importa poco. Lo trascendente es que están bien contados. La posesión de aquello que se ama, innecesaria y condenada al fracaso de antemano, es una tentación natural que se torna estéril sólo cuando el tiempo nos enseña que todo es pasajero, salvo los recuerdos, que son el material que permiten la reverberación que requiere la buena literatura memorialística. Los libros de memoriales de Alianza nos han ayudado a cumplir con los ritos de esta evocación íntima. Nos han permitido recordar los momentos vividos en estos sitios que salen en todos los mapas pero no se conocen hasta que uno pone un pie en ellos. Sus creadores han demostrado tener la sensibilidad necesaria para pensar en el pasado con provecho: saber que es irrepetible y que, en consecuencia, no es necesario fijarlo. La vida es una línea discontinua que nunca vuelve a su origen. El placer de las existencias completas consiste en aprender a recorrerla –una sola vez– desde el principio al final. Igual que cuando llega ese día en el que se abren las páginas de un libro por vez primera.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[5 julio 1996]
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