Los hombres, de cierta manera, somos las mujeres que hemos amado. Por exclusión, también las que jamás conseguimos amar. En materia femenina, hasta el más exitoso varón no deja de ser un engañado, un iluso, un aprendiz. El arte de la seducción nos sitúa casi siempre en el lugar del meritorio. A ellas, en la cúspide. Seducir es un atributo femenino; cuando es un hombre quien practica el ritual por lo general se convierte en un cazador cazado, en un romano que antes ha sido griego, en un becario.
De esto uno se da cuenta con el tiempo, más tarde, tras una larga sucesión de años ensartados en la línea de una flecha. El pasado no es como fue, sino como más tarde lo recordamos. En materia de amores los sabores son extremos: o amargos o dulzones. Nunca neutros. Tanto los recuerdos ciertos, como los inventados, tienden a la frondosidad, ocultando la vulgaridad íntima de los momentos vividos, que vamos poetizando a medida que dejamos más atrás en el punto de arranque del camino. Entonces, cuando no éramos aún quienes somos, sino su boceto, la ternura nos avergonzaba. Se nos había educado para dominar. Uno se preguntaba qué es lo que había que dominar. En las relaciones de pareja sólo funciona la complementariedad. Lo aprendimos más tarde.
Antes sencillamente vivíamos sumergidos en un océano de fascinación. De esa agrete época de la existencia trata En brazos de la mujer madura (Seix Barral), las memorias galantes y falsamente reveladoras de la libido masculina que firma Stephen Vizinczey, el crítico literario. Un húngaro sin patria, que es el país de quienes amamos los libros, que disemina en este relato sus recuerdos, también las fantasías, sobre las mujeres. Se trata de un libro humilde: nada de amantes míticas ni de gigolós. Ni don Juanes ni Casanovas.
Vizinczey busca el eterno femenino, que es casi un concepto platónico. Lo encuentra en las mujeres maduras, maestras de vida, refugio de licenciados, madres de esa muerte dulce que es el sexo al atardecer. La novela tiene algo de libro de iniciación. Está llena de consejos que no hemos pedido, pero que, por descontado, tomamos en consideración. Más que otra cosa, es un libro lleno de ansia. Un texto magnífico donde los amantes se descubren casuales, y por tanto convencionales. Almas que no se desean por altos motivos, sino por bajas y terrestres necesidades cotidianas. El amor más eterno no es el idealizado por los poetas del Renacimiento. Es la pulsión vulgar que consigue vencer el tiempo y lograr el milagro de sobrevivir al paso de los días.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[1 marzo 1996]
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