Escribir para las masas. O escribir para un público selecto, reducido y tontaina. La cuestión no es baladí. Si uno escribe para el gran mercado, si logra como adelanto alguno de los envidiables cheques editoriales, si gana premio tras premio y recibe ofertas para cambiar el oficio de escritor por el de tertuliano, la crítica te mirará con malos ojos. Si es que te mira. Calidad y cantidad no acostumbran a ir unidas, aunque en literatura tampoco hay que generalizar. Si, por el contrario, uno decide escribir para un auditorio mínimo, una cofradía de elegidos –sobre todo en lo que a la poesía se refiere– o para un grupo de amigos eruditos, la crítica, acaso, termine por alabarte, aunque el común de los mortales te mirará con cara de broma cuando a la pregunta de cuál es tu oficio respondas que escritor.
Entre la gloria (hipotética) y la tumba (segura). Así están la mayoría de los escritores patrios, salvo contadísimas excepciones. Escribir hoy, sobre todo desde provincias –la capital se presta mucho más a los tonteos literarios–, no es que sea llorar, como dijo Larra, es que sencillamente es un asco. Ni siquiera puede uno decir con la cara medio alta que su oficio elegido –del beneficio hablaremos otro día– es el de juntador de letras, limpiabotas del lenguaje, narrador, poeta o articulista, que siempre es el remedio más simple para no andarse con matices. La gente, a lo sumo, sólo entiende la palabra periodista, que extrañamente todavía se sigue asociando en ciertos sectores al cultivo de un cierto afán literario, aunque en realidad prácticamente desaparecido. Los buenos tiempos se fueron para no volver.
–Hombre, periodista.
–Pues sí.
–Y de un periódico. Está bien, pero a mí me gustan más la radio y la televisión, ya sabes.
–Sí. Ya sé.
Escribir es la crónica de un fracaso anunciado. Siendo totalmente previsible, además nos está destinado por completo. Si escribes y no sales en los suplementos literarios, si no te entrevistan tus amigos gacetilleros, es que eres un escritor desconocido, que es casi como no serlo en realidad, uno más de todos aquellos –una legión, al parecer– que hace ya demasiadas décadas irrumpieron en las facultades de letras soñando con alcanzar algún día la gloria literaria. Los más serenos se conformaban con vivir –mal– del arte de la pluma, aplicando su porción de talento a cualquier tarea que sirviera de intercambio dentro del sistema liberal que contempla la existencia como una transacción perpetua. Los más osados pensaban que de entrada había que buscar cualquier trabajo –el paro es el principal asesino de los sueños íntimos– y dedicar todo el tiempo restante a edificar LA NOVELA.
El tiempo pasa. Muchos no lo conseguirán nunca. Otros siguen en el camino. La vida se encarga, salvo el azar que llamamos fortuna, de dejar aquella vocación adolescente en una simple afición. Llamamos vida a lo que es hastío, cansancio, cargas familiares, un rosario de excusas que tuercen el camino de aquel árbol que se creía ascendente. Crecer siempre es una suma de renuncias. Antes o después es necesario asumir la condena: demasiados escritores incipientes no serán leídos por nadie, no tendrán ni siquiera la oportunidad de elegir uno de los dos extremos de la dicotomía clásica entre el escritor minoritario y el mayestático. Las revistas nos auguran todos los años cosechas de nuevos escritores cuya duración suele ser equivalente a la de un suspiro. El futuro de la literatura no está ahí, sino en las redacciones de alguno de los periódicos en proceso de derrumbe, en alguna vetusta oficina o incluso en algún instituto, por ser fieles a la tradición del cursus honorum. En realidad, nadie lo sabe exactamente. Lo seguro es que no está las tertulias literarias ni en los sanedrines elitistas donde sólo se reúnen los estúpidos. La literatura que viene saldrá de la calle. O no será.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[2 diciembre 1994]
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