Su nombradía da nombre a un cráter de la luna, el hipnótico satélite que en español tiene género femenino, al contrario que en alemán, donde se lo considera la pareja masculina del sol (die Sonne), y a un asteroide, pero siete siglos exactos después de que sus pies hollaran la Tierra y su cuerpo recorriera todos los senderos, no sabemos con exactitud quién fue, del mismo modo que, en el fondo, ignoramos el sustrato íntimo hasta de las personas que más conocemos. Casi ochocientos años después de su nacimiento, la figura de Marco Polo se ha instalado en la posteridad con una fortuna equivalente a la de los mitos. Se dice que nació en la Serenísima República (Venecia) y que procedía de una familia de mercaderes, pero todo esto carece de importancia. En algún sitio hay que nacer y algún linaje debe concebirnos. Lo trascendente es que, más que por sus hechos, su fama procede de sus dichos. Mejor dicho de la verosimilitud de lo que escribió sobre sus experiencias: los viajes desde Europa a Asia y Oriente, manuscritos por Rustichello de Pisa durante los años que ambos pasaron juntos en una prisión genovesa.
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