Con El Quijote sucede lo mismo que con algunos obituarios que leemos de vez en cuando en los periódicos. Existe gente que, a la hora de hacer el correspondiente elogio fúnebre (o la censura, que de todo hay en la larga historia de este género), subraya tanto los méritos como los títulos de nobleza del finado, a modo de último homenaje a su figura. Después están aquellos otros que, incapaces de sujetarse a sí mismos, dedican unas breves líneas al muerto para, sin empacho ni apuro, ponerse a hablar de sí mismos, con alguna mención circunstancial sobre el deceso, de modo que la despedida de quien ha pasado a mejor vida se convierte así en una obscena autoreivindicación que confunde lo esencial con lo accesorio. El Eclesiastés, uno de los innumerables libros de la Biblia (cosa que aclaramos de forma preventiva e irónica: en estos tiempos nadie sabe bien quién puede ser su lector), ya advirtió hace siglos del demonio de la vanidad: Vanitas vanitatum, et omnia vanitas. Lo hacía en vano, por supuesto, porque a la hora de coger la pluma o de acercarse a un micrófono más pronto que tarde termina manifestándose el egocentrismo.
Las Disidencias en Letra Global.

