Novela negra. Pensamientos negros. Negra conciencia. La literatura que vende, de la que se habla, la que se recuerda y se promociona en eso que se llaman los medios, dicho en genérico, aboga ahora por el enfoque de la novela negra o, cuando menos, por derivaciones del género madre. Perversiones, que diría un purista. ¿La causa? Varias. Quizás una simple moda. O acaso sea el resurgir de una estética más acorde con los tiempos que corren, descastados y poco obsesionados con la supuesta finura de algunos escritores literarios, entendiendo el oxímoron en sentido perverso. Los editores han captado rápidamente el fenómeno y no hacen ascos a los ribetes de negritud que empiezan a proliferar en ciertas novelas recientes.
Gracias a ellos, y quizás también a sus móviles económicos, la novela directa, de redacción brutal, en el mejor de los casos; o de simpleza, en el peor, cuestiona de frente y sin miedo ciertos usos neobarrocos que estaban acabando por echar a los pocos lectores que aún quedan en este país. Son tiempos zainos: se reeditan clásicos de la estirpe oscura –Dashiell Hammett, entre otros–, triunfan los nuevos narradores que cuentan los asesinatos con el grado de frialdad requerida y se generalizan los seres literarios descreídos, sin escrúpulos o los asesinos en serie que, si bien nunca fueron los protagonistas de las grandes historias que crearon la escuela negra, sí denotan un cierto volantazo en el limitado río de las letras españolas.
El resurgir de la novela negra está sirviendo para que el lector común, el que no va de enteradillo, se reconcilie con el arte de leer historias impresas y, aunque de forma mucho más tímida que en el cine, recuerde que casi todos los thrillers que se anuncias en las pantallas tienen un origen literario, libresco, tradicional. Historias de asesinos y detectives. Muertos en banquetes. En cualquier parte. Son motivos que han sido despreciados durante mucho tiempo por los prohombres de la literatura oficial. Parecía que los escritores de las novelas de pastas negras –recuerdo colecciones enteras, perdidas en los anaqueles de las librerías al por mayor por las que uno, de joven, ignorante y embobado, también esperanzado, pululaba en busca de libros baratos, asequibles para una economía que no era ni proyecto de futuro ni soporte del presente– no eran verdaderos escritores.
No es verdad. Sí lo eran. Lo son. A Juan Madrid le adaptan textos a la pantalla. Surgen nuevas escritoras con pipa en la boca, amantes de asesinos irreales pero más corpóreos que otros muchos engendros de los escritores de mesa camilla. No estoy diciendo que el resto de la narrativa presente sean peor o, incluso, digna de elogio. Simplemente constato la fecundidad que, por agotamiento de otras fórmulas, supone la vuelta al realismo más cruento, y a la vez artístico, que augura la creciente tendencia hacia lo oscuro.
Ya dijo el otro, y repiten muchos: en realidad no existen novelas negras, blancas o rosas, sino buenas y malas novelas. Es cierto. Tanto que a muchas narraciones contemporáneas les hacía falta un buen baño de humildad, un retorno de la oreja a la poética del realismo. Los que defienden la novela psicológica en estos tiempos que corren están definitivamente destinados a la incomprensión general. Los que apuestan por el realismo crudo quizás no ganen el Nobel, pero al menos se comunicarán con sus lectores. Ya es algo. Mucho, en realidad.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[13 enero 1995]
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