“Ser distinto es inevitable cuando uno no se preocupa de serlo”.
La frase la escribió Juan Carlos Onetti, el novelista uruguayo. Responde a la perfección a ese tipo de personalidades que caminan por la vida, habitualmente tan incierta, siendo ellos mismos. Sin complejos. Pese a provocar terror entre quienes que no conciben la existencia más que como la senda de un rebaño, siempre a las órdenes del mismo pastor, el sentido del triunfo de estas personas no depende del grado de reconocimiento social, sino de la satisfacción individual que implica la aventura de poder forjarse a sí mismos. El aplauso de los demás, aunque bien recibido, es algo accesorio, posterior.
Niemeyer, el famoso arquitecto carioca muerto el miércoles después de superar en cuatro años el siglo de vida, fue uno de estos hombres. Aquellos en los que se cumple la máxima clásica: el carácter es lo que marca el destino. “El edificio te puede gustar o no, pero no encontrarás otro igual”. Comunista militante, su nombre completo denotaba una sólida vinculación familiar con algunos de los viejos linajes del Brasil colonial, surgidos a partir de la emigración portuguesa. Otro modo de aristocracia, basada en las obras más que en los hechos de sangre, que tampoco se descartaban si eran necesarios pero ya gozaban de una épica decreciente. Tuvo la posibilidad de aprovecharse de la seductora dicción burguesa de los nombres infinitos en un país donde el apellido suele ser variable porque los progenitores pueden ser casuales o sencillamente desconocidos. Oscar Ribeiro de Almeida Niemeyer Soares, Filho. No lo hizo. Simplemente fue Niemeyer, el arquitecto. Menos es más.
Como les sucede a todos los grandes artistas, su identidad terminó trasvasando una parte de su significando original (referido sólo su propia persona) hasta convertirse en un concepto compartido: el hormigón puede tener la misma sensualidad del barro, aunque sea secreta. Su gran aportación a la arquitectura moderna fue consecuencia de un atrevimiento natural: instalar la curva sobre un paisaje general de ángulos rectos y líneas perfectas. Hizo vanguardia desde dentro de la vanguardia, lo que terminó colocándole por delante de sus contemporáneos.
¿La razón de su singularidad? Mientras todos seguían la tendencia moderna ortodoxa, según los estrictos principios marcados por el arquitecto suizo Le Corbusier (edificios con planta y fachadas libres, separación entre cerramientos y estructuras, ventanas corridas y cubiertas ajardinadas), Niemeyer introdujo su propia óptica dentro del minimalismo. El mundo era redondo. Las líneas debían ser curvas. La geometría podía ser amable. No fue sólo un ejercicio intelectual, sino espontáneo. E inevitable: todo lo que veía a su alrededor era sinuoso, ovalado, redondo. Las famosas mujeres cariocas, las nubes, el paisaje entre la montaña y el mar que marca el perfil de Río de Janeiro. No se puede ser suizo en la capital histórica del Brasil. Es una ciudad-abanico: su topografía, surgida a partir de las playas y las bahías, del escaso espacio relativo que existe entre la montaña y el océano, no permite otra concepción de la arquitectura más que la orgánica. Esencial, si se quiere, pero viva.
Todo esto lo fue descubriendo con el paso del tiempo, que en su caso ha sido muy generoso. Niemeyer era pura paradoja: un moderno centenario. El año que nació (1907) comenzó un martes, como marca el calendario gregoriano, y Picasso y Apollinaire todavía escandalizaban a París. Vivió algo más de un siglo, pero la perspectiva sobre la que se sustenta su arquitectura abarca casi tres, porque los siglos no empiezan ni acaban cuando lo dice el calendario, sino en el momento que quieren. Cuando vio la luz primera aún se vivían las postrimerías del XIX. Conoció la barbarie del siglo XX (dos guerras mundiales, la crisis del 29, los totalitarismos, la guerra fría, los exilios, la caída del estalinismo, el nuevo mundo global) destilando una geometría casi infantil que llenaba se asombro a quien la contemplaba por su extraño rigor lúdico.
Fumó habanos casi hasta el final. Recibía todas las semanas a los amigos en su atalaya del Edificio Yparinga, en la Avenida Atlántica, frente a Copacabana, la playa más famosa de Río, donde todo el mundo es igual (o casi) cuando baja a la arena, aunque al regreso unos se encierren en sus áticos tropicales, llenos de plantas y alturas, y otros tengan que escalar a la cima donde se hacinan las favelas. El urbanismo de Río es hijo directo del caos. De la improvisación: los pobres moran en los cerros y los ricos se cobijan en cómodos apartamentos playeros que forman colmenas inmensas de hormigón, casi flotando sobre el mar. Todos se mezclan varias veces al día en las estrechas lenguas de tierra existentes entre Ajuda y los diferentes nombres que allí adopta el mar: Leblón, Ipanema, Copacabana, Botafogo. Quizás por eso, como Le Corbusier o Louis Kahn, cayó un día en la tentación del recurrente sueño arquitectónico: crear una ciudad a partir de la nada.
Así nació Brasilia: la nueva capital federal diseñada sobre un plano con forma de avión dibujado por Lucio Costa (su maestro), cuyos principales hitos monumentales son la cima de su carrera como arquitecto. El experimento resultó un éxito desde el punto de vista fotográfico: panorámicas deslumbrantes alzadas en mitad del páramo brasileño, la colonización de la selva. Rigor e imaginación sobre el vacío. Una ciudad (entonces) futurista construida en menos de tres años.
Brasilia sigue asombrando por su efectismo y vocación monumental, tiene edificios planeados más como esculturas que como meros recintos habitacionales, administrativos o de servicios. La Unesco la considera Patrimonio de la Humanidad. No deja de ser una ironía del destino: la megápolis brasileña, donde habitan más de dos millones de personas, es una ciudad demasiado calurosa, incómoda y, a excepción del recinto oficial concebido por Niemeyer, inútil para el hombre común. Es cara y, como otras urbes latinoamericanas, está cercada por un mar de favelas que forman uno de los círculos concéntricos en los que se divide el infierno del Dante. No se puede caminar por ella. No hay aceras ni calles. Los hombres necesitan la muleta de su propio vehículo para ir cualquier parte.
El mundo perfecto del movimiento moderno, lleno de tantas buenas intenciones, produjo demasiados territorios disfuncionales, inútiles salvo para la belleza fría de la geometría. Más totalitarios que humanos. Quizás por eso sus últimas obras volvieron a la esencialidad primaria de los volúmenes exentos, puros, amables. El secreto de su arquitectura no está en el conjunto, sino en la singularidad de las formas, las esferas, las fuentes y los platillos de un hormigón casi líquido. En una ciudad donde las temperaturas cambian casi cada esquina, Niemeyer construyó (en Niterói, por ejemplo) edificios que son distintos desde cada ángulo, como los cuadros de Miró: esenciales y bellos en su compleja simpleza.
Río ha destruido su centro colonial y arrasó casi toda la historia urbana de sus orígenes. Apenas cuenta ya con algunos palacios decimonónicos, más parecidos a inmensos pasteles de nata para un cumpleaños que a la grandielocuente elegancia París de Haussmann. Hay demasiado hormigón rugoso.
Como escribió Stefan Zweig, que se suicidó en Petrópolis,
“en este país importa mucho más la vida que el tiempo”.
Niemeyer pensaba lo mismo. Por eso sus mejores obras, las que mejor lo caracterizan, son aquellas que consiguen que el hormigón, la materia esencial de los inicios de la arquitectura moderna, hable, se mueva y componga formas deslumbrantes. Su arquitectura está hecha de una pura experiencia subjetiva: la que se obtiene cuando se pasea por una de esas rampas infinitas que permiten acceder a sus edificios. Otra sensación del espacio. Otra medida del tiempo. Una modernidad eterna. Casi centenaria.
Elena dice
Amigo Carlos, Nadie podrá deleitarnos mejor que tú explicándonos la figura y la arquitectura de Niemeyer. He vuelto a estar en Brasilia a través de tí y he vuelto a disfrutar del Palacio de Planalto o del Ministerio de AA.EE.
Habrá que pagarte por tus escritos. Gracias
Gemma dice
sinceramente, poético. parece mentira tanto calor para hablar de algo ‘tan frio’ como la arquitectura. bello. felicidades, carlos