¿Se puede ser nihilista con 25 años? ¡Y tanto que se puede! Se debe. Es casi una obligación, una forma de elección preventiva. Nadie debería estar obligado a convertirse en aquello que no desea ser. Por eso conviene no creer en nada o, en su defecto, tener querencia por apenas unos pocos, a ser posible escasos, principios espirituales. Vivir obligados a encarnar una estampa no elegida es un fracaso por adelantado. Ya que en la vida hay que fracasar, lo mejor es hacerlo manteniéndose fieles a los sueños personales. Ser nihilista a los 25, como es mi caso, es también una forma defensa ante quienes te gritan –desde el fondo de un pozo– que no vas a llegar a nada en la vida.
Uno siempre ha creído que no hace ninguna falta convertirse en un señor de orden. La vida consiste en no pretender llegar a ningún sitio. Se reduce a ser tú. A no convertirte en quienes los demás quieren. Eso es todo. Bastante ocupado anda uno con sus cosas como para prestar el oído a los doctrinarios que dictan normas para que aprendas a llegar donde están ellos, como si tú quisieras alcanzar la misma cima. Por supuesto, ellos le ven sentido a ese ascenso; en cambio, uno sospecha que el triunfo (aparente) sólo es un estado efímero. Sólo el fracaso es un estado mental permanente. Los amigos son esos tipos a los que –a veces– les consientes el vicio fraternal de darte dar consejos. Los escuchas y, según el caso, respondes con el silencio, que es el arma de resistencia interior más potente que existe.
La escritura automática –aquí tiene ustedes un ejemplo– también ayuda. Es una terapia que sirve para componer un artículo que nadie va a pagar. Por tanto, su autor, que no sé sabe muy bien quién es, no acepta recomendaciones ni está dispuesto a comulgar con ruedas de molino ajenas a sus propios errores. Traicionarse es el peor pecado que uno puede cometer en la vida. Es cierto: hay traiciones muy literarias, como la de Macbeth, la obra de Shakespeare dedicada a los fantasmas del poder. Pero las peores son las serviles, aquellas que se cometen por pura codicia. De ellas habla Robert Altman en Kansas City.
En el mundo de las letras, que responde a la regla básica del Eclesiastés –“Todo es vanidad”– hay cientos de ejemplos de entreguismo social, esa forma educada de golpearte por la espalda. Todos somos muy buenos y nos llevamos de maravilla. ¡Y una higa! Quienes se traicionan a sí mismos rara vez son lobos solitarios: buscan la compañía de los otros para normalizar su decisión. Están rodeados por los demás, llevan a su alrededor a un ejército de pescados, pero en el fondo saben que su sentido de la posesión (propia) ha pasado a mejor vida. Les quedan, claro, las cosas obtenidas tras aceptar la transacción diabólica, pero las cosas envejecen; en cambio, los espíritus son eternos, aunque se sucedan en cuerpos distintos.
En periodismo, pese a su juventud, uno ha conocido algunos de estos maestros de cortos vuelos: quienes no admiten otra forma de hacer las cosas que no sea la suya. No porque tengan razón, sino porque creen que un periodista y un escritor son cosas distintas. No lo son: tan sólo encarnan dos formas distintas de escritura, dos métodos de trabajo, para una misma actividad. Por lo general, estos tipos piensan que los dados están fijos sobre el tapete: la vida consiste en traicionarte. Antes o después –te susurran– todos los hacemos. Para traicionarse primero hay que ser ambicioso. Y, cuando se es un nihilista adolescente, uno está vacunado contra el espejismo de los Olimpos que no llegan nunca.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[28 de Febrero de 1997]
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