No sé quién merece un homenaje mayor: si Cortázar (Julio) o sus personajes. Si el escritor o los mundos infinitos de Rayuela, 62 Modelo para armar y ciertos relatos, ciertos poemas, ciertos pasajes llenos de digresiones líricas sobre la cotidianidad. El escritor argentino nos enseñó un mundo de fantasmas interiores y de tipos perdidos en sus propias contradicciones, que siempre eran –como exige la literatura– verbales, seres en busca de una armonía que no encontraban en la sintaxis casual que les daba la falsa vida de la ficción verdadera. La duda siempre persistía. Formaba parte del encanto: los lectores de Cortázar, al principio, nunca estamos del todo seguros de si quién nos relata un cuento es el escritor o son los propios personajes, dudamos si ambos territorios acaso son el mismo, obedecen a una suplantación o en realidad constituyen universos en paralelo.
Que los personajes no sepan su destino puede parecer lógico: en el fondo, no existían más que en el papel. Que los lectores tuviéramos que lidiar con esta ambigüedad ya era más desconcertante. Tiene explicación: hasta entonces no sabíamos que una de las formas del estilo literario podía ser la búsqueda infinita de una voz que nos habla. En esto la literatura de Cortázar se parece mucho a la vida: la realidad no está fuera, sino dentro de nuestra cabeza. Es un mundo verbal. Un artefacto de letras.
Por eso leer a Cortázar es un constante ejercicio de persecución: sus personajes no son lineales, sino laberínticos. No disfrutan de un retrato del natural, de cuerpo entero, sino que están mostrados a retazos. Oliveira, el saxofonista Johnny, alter-ego de Charlie Parker, y otros muchos tipos de sus novelas son la síntesis del desconocido lado sobrenatural de la existencia, ejemplos de fabulación ontológica, criaturas que no se definen, sino que se buscan mediante trazos sucesivos en un lienzo vacío. La realidad, a pesar de su difuso método literario, ha terminado por darle la razón.
Todos, y los lectores primero, acudimos a los libros buscando algo. Vivimos persiguiendo cosas. Para unos el destino es el éxito económico; en otros casos es el reconocimiento profesional o familiar. En escogidas ocasiones el triunfo tiene un rostro sentimental. El rosario de ambiciones humanas es extenso y, al mismo tiempo, escaso. Se resume en unos pocos conceptos: vanidad, poder, amor. Sólo los sabios ponen el barco rumbo al verdadero destino: uno mismo. Es un viaje sin mapas, la travesía más incierta. También la más fecunda. A veces la incursión se torna imposible. Pero intentarla es más que suficiente para justificar una existencia. Incluso los que creemos –con convicción– que no llegaremos a nada en la vida, en cierto sentido, buscamos una posición elegante para un destino fijo llamado fracaso.
El juego consiste en perseverar sin esperar demasiado. Rayuela es eso: un juego de búsquedas entre ambas orillas, la de allá y la de acá. La aspiración a una armonía en mitad del caos, que es uno de los extraños ropajes de la libertad. La Maga nos fascina porque Oliveira, en el fondo, jamás logra encontrarla. No logra penetrar en su alma. Los románticos llamaban ironía a esta evidencia del fracaso. Cortázar, en cambio, la denomina vida. La razón es simple: en el momento exacto en el que dejamos de buscarnos, de perseguirnos, es cuando estamos muertos, con independencia del detalle –impertinente– de que quizás entonces ni hayamos sido enterrados ni lanzados al mar de los sueños.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[2 febrero 1996]
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