Alejandra Pizarnik siempre vuelve y, como dicen sus paisanos –los argentinos–, revuelve. Aunque, en su caso, acaso convendría poner en suspenso, salvo en lo que a la vertiente estrictamente biográfica se refiere, la procedencia exacta de la poeta de Buenos Aires. Pizarnik no es, en realidad, de ninguna parte, salvo que consideremos como una patria razonable el extrañamiento espiritual, que es un territorio difuso, anímico, que no figura en mapa alguno porque habita en una geografía mucho más extensa, que no es sólo terrestre, sino sobre todo es humana, excesivamente carnal como para contar con una mera representación física. Y, sin embargo, esta condición apátrida, que consiste en habitar el mundo sabiendo –o mejor dicho: sintiendo– que no se forma parte de él por completo, es el marco propicio para sumergirse en el mundo (devastado) de sus libros.
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