Un antiguo son cubano, en un derroche de machismo caribeño, dice que las mujeres son como las gallinas: cuando su gallo se muere a cualquier pollo se arriman. La sentencia es tan injusta con el sexo femenino como ingeniosa, pero no sólo es aplicable al caso concreto de las viudas –y viudos–, sino a otros muchos tipos de relaciones, no siempre sentimentales o carnales. Entre los críticos y los escritores, sin ir más lejos, casa a la perfección. Estos días anda el gallinero de las letras disperso discutiendo si el tiempo terminará dando más importancia a determinadas obras literarias o prevalecerá el juicio –siempre censor, lo cual no quiere decir que sea malo– de los analistas de los grandes periódicos. Como toda controversia, este intercambio de pareceres tiene bastante de sano –la unanimidad es mucho más preocupante– pero también de estúpido. El tiempo no va a salvar a nadie.
Hay escritores que odian a los críticos y viceversa. En unos casos existen motivos; en otros es cosa de actitud. El odio, como todo sentimiento visceral, rara vez es moderado, cortés y artístico. Sólo las almas irrepetibles pueden odiar con la suficiente grandeur. De donde de colige que en materia de justas literarias –verbalmente sangrientas– el sentido artístico no es un bien extendido. Por lo general, nos hemos encontrado con el fenómeno opuesto: críticos que actúan como propagandistas de firmas literarias y autores que construyen su propio rito onanista gracias al juicio de los críticos amigos.
La cercanía, en muchos de estos casos, es un factor secundario: en el mercado de las letras en español el interés mutuo es la única ley. Tanto los críticos recurrentemente bondadosos como los escritores de moda se necesitan mutuamente para seguir –ambos– en el pedestal, a la vista, en la supuesta cima. En la República de las Letras, igual que en el circo, hay domadores, leones y payasos. No suele mencionarse mucho, pero determinados fenómenos editoriales –que sean literarios es otro cantar– serían imposibles sin un ejército de críticos dispuestos a ayudar. ¿No es extraña tanta unanimidad laudatoria con ciertas apuestas editoriales? Las mismas reseñas, firmadas por los mismos autores, construyen la ficción del éxito potencial, aunque éste sea efímero.
La función de la crítica es el análisis de la literatura; la del marketing editorial, su venta al por mayor. Confundir ambas esferas, como es habitual en los suplementos de los grandes y pequeños medios, donde los críticos de provincias aspiran al Parnaso babélico, es una suerte de estafa donde nadie –ni crítico ni escritor– piensa en el lector, que es el único juez válido. El día que veamos a un crítico canónico avalar con su nombre el libro de un desconocido –riesgos, los mínimos– volveremos a creer en la independencia de nuestros críticos y nos olvidaremos de la camadas de intereses que insisten en vincular el interés económico a la calidad literaria. A fin de cuentas, los escritores quieren vivir de su obra –un lujo al alcance de pocos– y los críticos viven, o complementan sus posibles, con sus reseñas periódicas. Ambos factores aconsejarían, como actitud de partida, no sentar cátedra. No es lo habitual.
Los articulistas literarios, por supuesto, somos otra cosa: nos limitamos a dar una impresión personal, rebatible. Conviene, sin embargo, que sea una opinión argumentada porque cualquier afirmación sin razones tiende a ser propaganda dogmática. Especialmente en materia cultural. Hacer verdadera crítica literaria en los periódicos es una tarea imposible: no la quieren. Ni hay espacio ni interés. Todo son compromisos, vanidad y fuegos artificiales. Es verdad que en el ámbito académico existen críticos cuya autoridad han fabricado ellos mismos dándose cera durante sexenios, pero tal evidencia tampoco justifica el fenómeno contrario: que las reseñas de los diarios se limiten al mero apunte impresionista e interesado.
A la incapacidad de la academia para romper los muros de la endogamia se suma el interés comercial de los grupos editoriales. Conclusión: no vemos crítica literaria rigurosa por parte alguna. Y si existe, nos tememos, su repercusión es mínima. La mayoría de los prescriptores de literatura escriben por amor a su propia tribuna, más que por devoción al arte literario. Por carácter, uno desconfía de quienes se suben a una tribuna. Ningún crítico que se ponga antes en el papel de un escritor será un buen crítico, ni siquiera por aproximación. Y ningún escritor no que haya ejercido antes como crítico puede salir en defensa de un indignado gremio –el de los escritores– tan criticable como cualquier otro. Los literatos que creen ser parte de una clase elegida son como una plaga de langostas.
[Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía]
[22 noviembre 1996]
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