Los periodistas gastamos tanto tiempo contando lo que le ocurre a la gente, a otra gente, incluidos los políticos y otros seres sin importancia, que rara vez tenemos tiempo para contar lo que nos pasa a nosotros. La frase parece exacta. Se podría decir, se dice, de hecho, que contar nuestra vida no es, en realidad, nuestro oficio, que nuestra función social es ser objetivos –la utopía de los que se fingen neutrales, sin serlo–, unos meros notarios de la realidad pedestre. Esto viene a ser algo así como confundir la burocracia con la literatura y la cobardía con el sentido común. Aunque una cosa sí es aproximada: nuestro pecado de origen es degenerar, en ocasiones, hacia mundos excesivamente líricos, personales.
Siempre lo he creído: hablando de uno se habla de todos. Un ecosistema de medios, que se presenta como preciso, siendo epidérmico e interesado, un absoluto caos donde cada uno hace la guerra por su cuenta, nos rodea por doquier. Nos mece, nos atonta. Articula nuestro mundo mental. Huir de este magma de ruido implica convertirse en eremita, ser un bicho raro, alguien que no está bien de la cabeza o padece el síndrome del seso atrofiado. Otra variante es que te llamen subversivo, como si disentir del común fuera una minusvalía. Se nos antoja peor: puede dar lugar a ajusticiamientos ideológicos, comerciales o profesionales. Ninguno impide el anterior. Pueden suceder todos a la vez.
Como uno sabe desde hace mucho tiempo que no va a llegar a nada en la vida y, además, lo acepta, que es lo más inteligente que puede hacerse ante el destino, estos asuntos, en el fondo, pasado el tiempo necesario, le resultan neutros. La certeza del fracaso, que no invalida la lucha, ni implica rendirse, sino más bien todo lo contrario, suministra una tranquilidad de espíritu equiparable al nirvana de los hindúes. Una suspensión mental en el vacío que se concreta en una facilidad envidiable para los olvidos, la práctica creativa de la desmemoria y un sostenido desinterés por todo lo que no tenga que ver con el camino propio, del que no conviene desviarse nunca por muchos cantos de sirenas que se oigan en el mar. Y por muy lejos que esté la meta, incluso si la meta no existiera.
Puede que a muchos este carácter les parezca escéptico. Estéril. Es un patrimonio de los raros, los que somos inmunes vocacionales a la avalancha del datos, mensajes y gritos del Sistema, gente peligrosa porque para conducirnos por la vida usamos el criterio propio, en lugar de entregarnos a la comunión de las hordas y a la hipocresía que se llama buena educación. Nuestro único consuelo en los selectos desiertos que habitamos son los libros, que no son objetos de evasión, sino certezas, conocimiento, experiencias compartidas, sabiduría. Más allá de algunas opiniones disidentes, trabajadas en serie pero perpetradas al azar, sin guión ni pretensiones, uno no tiene la costumbre de compartir reflexiones sobre el rastro que dejan los días en las flores marchitas de los jarrones de la casa.
A veces, sin embargo, es necesario. Ahora, por ejemplo. La irritante equiparación de la información con el conocimiento, que son cosas distintas, es una práctica que condena a la literatura a lo lúdico y nos anima, circunstancialmente, a gritar desde un rincón. No. La literatura es la mejor fuente de conocimiento de las cosas, la vida, los hombres. Los libros nos han enseñado más que los periódicos, que apenas certifican lo evidente, intentan manipularnos –salvo honradísimas excepciones– y nos condenan a la superficie infinita del mundo. Los periódicos publican estadísticas y selectas tragedias –cada vez menos, porque a algunos editores la vida les mancha– pero no tratan a fondo el desconsuelo, ni el amor, ni la tristeza ni el hastío. Tampoco más fiestas que las deportivas.
En los libros aparecen todos los estados del alma. Son la biblia abierta de nuestra única religión, que es libresca y atea. Quien busque datos en la literatura trabaja en vano. Las novelas, los poemas y los relatos están hechos de sensaciones. De sentimientos perdurables en el tiempo. Dickens nos contó mejor que nadie la explotación de la sociedad de la máquina, cuya modernidad encerraba un nuevo Medievo. Zola nos descubre la codicia de los primeros inversores de la bolsa de París, para los que las ganancias, las estafas y los negocios no son sino resortes de la pasarela social. Landero nos recordó que en las edades tardías, a las que cada vez nos aproximamos más, hay que jugar a lo prohibido. Hay ejemplos por doquier. A los libros sólo los supera el ruido de la calle, que es el lugar donde se conciben los relatos que después encerramos en las bibliotecas. Hay quien dice que la vida no está en los libros. Puede ser. Pero sólo es porque los libros son la vida. La que vivimos y la que ya no viviremos nunca.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[4 agosto 1995]
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