Las sequías son una maldición, incluidas las literarias. De todas las ausencias que hoy día se sufren la más terrible es la falta de agua, que en términos vitales es equiparable –en el campo del arte– a la incapacidad creativa. Carecer de agua es para echarse a temblar, lo mismo que la falta de entusiasmo frente al folio en blanco, esa tristeza de las alacenas vacías. Los filósofos orientales decían que la vida se complica si uno se la toma con impaciencia endémica y no aprende a estarse quieto. Puede que tengan razón, pero darles gusto nos resulta imposible: somos hijos del descontento y de su hermana gemela, la utopía. En la metafísica moderna –que no es metafísica– la cosa consiste en elegir un bando: o eres o tienes. No hay más. Algunos tienen bastante pero no son nada. Otros carecen de todo y son mucho, casi demasiado. Quienes aprenden a tenerse a sí mismos –cosa que consiste en saber decir no– van teniendo algo.
La falta de cosas materiales no siempre es negativa, aunque nos hayan educado –a todos– justamente con el planteamiento contrario. No hay materialismo más puro que el que nace con la evocación, la sugerencia, la reverberación. Cantar lo ausente es una forma de posesión –espiritual– algo más grata que la negación absoluta, porque al menos va siendo algo en potencia, un sueño, una aspiración. De la ausencia y la escasez han aprendido mucho en el último medio siglo los cubanos, que apenas si han tenido para comer en condiciones. La cólera política no atiende a razones ni se debe a la justicia: su ley es la del más fuerte. La consecuencia adoptada veces la forma del desamparo o emerge como la sarna que cría bolas en la piel.
El poemario que este año ha ganado el Premio Surcos de poesía –En Almería casi nunca llueve, de Alexis Díaz Pimienta– gira sobre el descubrimiento del otro, del semejante, que es el único premio que puede recibir en la vida quien no tiene nada. Díaz Pimienta, que es cubano, habla de esto, del descubrimiento de uno mismo en el otro –el amor, en realidad– y del contraste entre la cultura de Trópico y el desierto almeriense, al que llegó movido por esa muerte prematura, y a ratos gozosa, que es el enamoramiento. Un viaje en coche, camino de Órgiva, es el punto de partida. Después llegan los caminos del tránsito: la mujer adorada, criatura de una tierra seca que, quién podría pensarlo, se terminará echando de menos cuando uno vuelve a esos lugares donde el verano implica meses de monotonía y lluvia contra los cristales.
Entre lluvias ausentes y precipitaciones presentes transcurren todos los escenarios de este libro, donde la imposibilidad de la lluvia, que está sin estar, acaba siendo el hilo conductor de una meditación vital sobre la sequía espiritual. A Díaz Pimienta le gustan las enumeraciones, que no requieren ese ejercicio –milagroso pero doloroso– de la sintaxis, imposible en el oriente de Andalucía, donde el sol castiga sin piedad. “Camino a Órgiva/desinformo a mi hijo sobre la geografía y sus libros de texto/Camino de Órgiva/ tomo la mano de esta mujer/cierro la ventanilla, me enamoro”. El amor es un descubrimiento similar al del día que por primera vez vimos la lluvia. Primero, sorprende. Después causa extrañeza. Igual que la lluvia, lo interpretamos como el anuncio de algo que nunca termina de llegar. Entonces, “a veces, la lluvia duele, espanta, canta”.
Polifonía y nostalgia. Almería como el infierno de la dicha. Beny Moré cantando los boleros de nuestros abuelos. La certeza de que el tiempo es eterno. Y la sensación compartida de que la vida es tan inconstante como una lejana tarde en Almería sin la bendición de las lágrimas del cielo.
[Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía]
[1 noviembre 1996]
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