El tono es confesional. Sincero. “Me resulta difícil encontrar héroes a estas alturas, así que tengo que crear mi propio héroe: yo mismo”. La escritura lírica y obstinadamente autobiográfica, desprovista de aderezos, de Charles Henry Bukowski Jr (Andernach; 1920-Los Ángeles; 1994) ha resistido el paso del tiempo –empezó a escribir en los lejanos años cuarenta; hace casi siete décadas– con una energía que sólo es comparable a la de los clásicos prematuros. Aquellos que lo son mucho antes de que casi nadie les otorgue dicha condición. Esta fortaleza es la mejor muestra de que, en la tarea autoimpuesta de configurar a su propio personaje, de crear un asidero al que poder agarrarse, el escritor norteamericano logró una enorme victoria: articular un alias –él mismo– suficientemente consistente para superar, al menos de forma aparente, el generoso alud de traumas con los que creció y se educó en los duros años de la depresión económica en Los Ángeles, donde tienen sede algunas de las numerosas embajadas del reverso del sueño americano, convertido hace tiempo en pesadilla.
La desnudez de la literatura de Bukowski es uno de los rasgos que explican casi veinte años después de su muerte, que la mayoría de sus libros continúen tan frescos como el primer día. Sus ingredientes no hacen sino mejorarlos: la destilación inteligente de lo que antaño se llamaba actitud punk [No hay futuro, Viva la anarquía], un afán poético extremo y la inmensa seguridad que da la certeza –demasiado rotunda, por otra parte– de tener que escribir siempre desde la periferia, esa sensación que consiste en encontrarse en el fondo de un saco cerrado, atado con una cuerda sucia y encerrado en un almacén polvoriento. Todo esto, en dosis distintas, es lo que puede encontrarse en Ausencia de Héroe, una antología de textos inéditos con el formato de libro. Un excelente volumen que la editorial Anagrama ha dado a la imprenta para seguir alimentando el corpus literario en español de Bukowski, iniciado hace décadas con sus libros más importantes –donde se forja el mito del maldito– y continuado después con piezas menores (entre ellas, los dietarios) que, en muchos casos, son casi mejores que las mayores. Sobre todo si de lo que se trata es, dejando de lado los tópicos, de profundizar en la carrera de un escritor cuyo disfraz más conocido no es más que uno de sus múltiples rostros.
Ausencia de Héroe es una secuela de Fragmentos de un cuaderno manchado de vino, la antología previa con la que en 2009 la editorial beat por excelencia –City Lights Books– comenzó a dar a la luz una galería de incunables que permitiera seguir alimentando a los lectores del poeta de East Hollywood. Un escritor que se hizo solo, a fuerza de codos, en un apartamento de 50 metros cuadrados lleno de colillas, latas de cerveza y la locura que guiaba sus días y, sobre todo, sus noches. El ciclo de estos inéditos –tóxicos, por supuesto– es amplio. Abarca desde los años cuarenta, cuando Bukowski era un vagabundo en el país de las oportunidades, al pequeño burgués al que en 1994 la leucemia vino a buscar a su casa con jardín de San Pedro, un suburbio de Los Ángeles que, como dijera en alguna parte, “técnicamente no es Los Ángeles”, aunque en espíritu no deje de serlo. La ciudad mayor de California, además de un lugar difuso, es también un estado de ánimo. Divergente y plural.
No todas las piezas de esta antología son sublimes. No importa: el libro se sostiene en unos cuantos relatos magníficos; algún ensayo literario (Bukowski hablando sobre Bukowski, Bukowski hablando sobre los beats) y una selección de los maravillosos (por sinceros) artículos publicados en Open City y en LA Free Press bajo el epígrafe de Escritos de un Viejo Indecente. Más que suficiente: en estos escritos vive el mejor Bukowski, lo cual relativiza el hecho de que la antología esté adobada con otras narraciones no tan brillantes, aunque siempre entretenidas e hilarantes, como la que dedica al canibalismo (Cristo en salsa barbacoa). Las piezas mejores (La historia del violador; Es difícil vender paz, tío) versan sobre la dureza con la que la sociedad castiga –con o sin motivo– a los seres extraños, marginales, que no se adaptan a las normas, a los que se les considera culpables por el hecho de dormir en la calle.
La verdad no importa en estos casos: el simple hecho de no responder al patrón habitual hace imposible asignar valores nobles a estos personajes, cuyo pecado es no haber sido capaces de asumir los sacrificios del mundo ordinario: perder los días contados de su vida en un trabajo mecánico, pagar letras e hipotecas y asumir las toneladas de ideología con la que el sistema nos mantiene dormidos. En el fondo de estas historias palpita un hedonismo que, más que escapista, es la receta más a mano para sobrellevar determinadas existencias. El mismo sendero que ya transitaron los románticos y, muchos años después, los poetas norteamericanos de los 50. Bukowski se sitúa dentro de esta misma estirpe que consiste en relativizar el éxito (dado el peaje que implica) a cambio de abordar la vida con una sinceridad brutal. Una honestidad que, aunque no deja excesivos réditos, permite dormir tranquilo.
Esta franqueza implica, cómo no, desengaños, aunque fundamentalmente ajenos. “La amabilidad es una mala motivación, sobre todo para el matrimonio y para la literatura”, escribe un Bukowski que fue inquilino durante años del Hotel Suicidio, la sucesión de cuartos baratos donde los borrachos esconden sus heridas hasta que llega la gran noche americana, cuando el sol es de neón y toda la suciedad del día –las afrentas, las provocaciones, las toneladas de mediocridad que se lanzan a la cara del prójimo– se diluye con una buena copa o un puro barato mientras suena, en la radio, un cuarteto de cuerda de Haydn y uno se pone frente a la máquina de escribir. “El acto de escribir es el milagro, la salvación, la suerte, la música, el seguir adelante. Despeja el espacio, define la bazofia, te salva el cuello y de paso le salva el cuello a algún otro”. ¿Qué más puede pedirse?
Artículo publicado en Diario de Sevilla
[9 Abril 2012]
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