Vivir de escribir no es que sea un sacerdocio o un capricho. Es que es imposible, un puro milagro, un deseo nada pragmático en los tiempos que corren, que han corrido siempre. Sólo hay un método: la prostitución literaria. En ésas andamos: escribiendo artículos, reportajes, análisis, biografías, retratos, reseñas, cosas, lo que caiga, algo hay que hacer, coño, algo hay que hacer. Peor es quedarse quieto. Prosa retentum, venenum est. A veces la prosa surge como un metal noble ardiendo: líquida, fluida, cortante a ratos, con imperfecciones, pero propia, distinta, viva.
No hay nada peor que una prosa que nace muerta, quieta, incluso aunque en ocasiones pueda ser fríamente bella. Por eso hay que moverla, zarandearla; para que no se nos muera entre las manos y nos vayamos con ella al otro barrio. Los artículos son una forma, un medio, un vehículo, qué se yo, como dicen en la Argentina. Escribí, escribí, algo quedará de vos en el vacío del olvido. En realidad no es importante que quede algo, sino que lo que quede al menos sea: narración, cuento, impresión, sensación, apunte, el eco de un enfado, la nostalgia que escondes bajo la chaqueta, la camisa que no te deja respirar. Cualquier cosa que palpite se presta a su traducción literaria mediante la amplificatio, que decían los retóricos.
La literatura es una forma privilegiada de retórica, pero la retórica no es suficiente para escribir. Tampoco las ganas. Para escribir hace falta la creación de un estilo, que es una virtud intransferible, como una forma de andar, una manera de sonreír, una costumbre involuntaria a la hora de entornar los ojos. Ninguno de nosotros creamos nuestros gestos cotidianos, sólo los recreamos. Sonreímos, sin saberlo, como nuestro padre. Dudamos, sabiéndolo, como nuestra madre. Nos pasa a todos. Crecer consiste en que un día alguien te lo recuerde. Tú no eres tú. Eres una parte de los otros.
Ni siquiera la escritura automática, ese divertimento dominical, es libre: siempre discurre por un sendero, un cauce invisible, que nos viene dado. Es un ritual que se mantiene igual aunque la tierra no deje jamás de moverse. Los parados son metafísicos sin cátedra que queman sus títulos en los basureros. Los ejecutivos siguen adorando el oro del becerro. La adulación interesada nos cerca.
Los ricos siguen siendo ricos. Los pobres no dejan de sentirse tales. El mundo está regido por insolentes. El tiempo es templado. Ni carne ni pescado. La literatura, lo sabemos, no nos va a salvar. Nadie va a hacerlo. No existen las revoluciones. Las soluciones colectivas son desfiles de muertos. El individualismo es el techo del pozo. ¿Qué hacer? Leer a Onetti o suicidarnos. O escribir sin parar, sin pensar, sin preocuparse de durar o perdurar. Escribir como quien anda y nunca vuelve la vista atrás.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[22 marzo 1996]
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