La literatura está llena de glosas sobre la infancia. La memoria, uno de los músculos literarios más importantes con los que cuenta cualquier escritor, como nos enseñó Proust, mantiene una relación estrecha con ese extraño periodo de inseguridades y descubrimientos, de perversiones e inocencias, que es la niñez y, por extensión, la primera adolescencia. Esa edad que al mismo tiempo es comienzo y término de la vida que hasta entonces nos definía como seres ajenos, individuos de prestado, sin más agarres propios que unos pocos sueños y más medios para cumplirlos que los cedidos, herramientas por lo general de desecho. Nadie puede realizar sus sueños con instrumentos ajenos.
La infancia y la adolescencia pueden ser, en teoría, un periodo feliz. Para algunas personas lo son. Uno, literariamente hablando, siempre ha pensado lo contrario: los libros de adolescencias crueles abundan más que los felices, obras donde no hay disgustos, ni depresiones, ni hastío. En la cofradía del spleen los juegos escolares no son ceremonias salvíficas ni el paraíso aquellas tardes estivales sin escuela. Quien de pequeño ha tenido traumas, miedos, sabe que, pese a las apariencias, no hay mundo más despreciable y cruel que el de los infantes, donde el sentido de la propiedad es un dogma agresivo y la eliminación física de la competencia puede llegar a ser una exigencia dentro del seno familiar. Los niños no hacen sino avanzar el hombre, o la mujer, que seremos después. Y, obviamente, hay de todo: tontos, bonachones, crueles, egoístas y humanos, demasiado humanos.
Umbral es un escritor que ha hecho honor a la digna tradición de principiar –como el diría– su carrera literaria con sucesivas evocaciones literarias –esto es, falsas– de la infancia. Su memorialismo avinado y silvestre, núcleo de su producción novelística, cristalizó pronto en una literatura de niñez fría y provincia, memorias de un niño de derechas que jugaba con ninfas, creía que su madre era como Greta Garbo y soñaba ser escritor. Su Balada de Gamberros, un debut de 1965, es un texto atroz, escrito con un estilo inocente, temeroso, en el que aparece el escritor que todavía no se ha forjado, pero quiere forjarse y ya lucha con la forma y la estructura del lenguaje como la suplantación de la barojiana lucha por la vida. Su material son recuerdos que remiten al hastío de Cesare Pavese, cuyas novelas muestran muy bien los veranos de tránsito en los que el adolescente deja de serlo y se convierte en un hombre. O en algo similar, porque nunca sabremos bien qué es un hombre.
El libro de Umbral está lleno de un lirismo incipiente, pero señala cuál sería su camino posterior: el impresionismo avant la lettre. En periodismo y en literatura. Quizás su mayor mérito como escritor haya sido introducir en la prosa corriente y doméstica, que es la del periódico, una poesía vulgar, que es la más excelsa de todas cuantas puedan componerse. En la Balada de Gamberros este potencial aún está como amputado, escondido. “Todo primer libro·”– escribe él mismo en el prólogo a la edición de su relato– “es una obra de impaciencia”. Impaciencia por decir cosas, impaciencia por decirlas cuanto antes o impaciencia por decir lo más posible en el menor espacio posible. Impaciencia todo el rato.
Umbral fue después un escritor de prestigio. También un personaje. Cuando el primero prevalece sobre el segundo es deslumbrante; cuando el segundo se impone al primero es insoportable. Balada de Gamberros nos recuerda dónde comenzó este largo tránsito. En un Valladolid sesteante y terrible de hogueras hechas por gitanos y niños traviesos. No es un gran libro, pero sí fue un libro necesario para que el escritor que vino después descubriera que la verdadera poesía exige pagar un sacrificio de silicio mientras se reza al Parnaso en un sucia tarde de invierno y estufas.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[17 noviembre 1995]
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